Jean-François Lyotard, reescribir la modernidad
RUBÉN H. RÍOS
El 21 de abril de 1998, moría Jean-François Lyotard, para la mayoría el filósofo francés que unos veinte años antes había alcanzado fama mundial con La condición posmoderna (1979) y el “el fin de los metarrelatos” – para otros desaparecía uno de los pensadores más inclasificables y representativos de la segunda mitad del siglo XX. En vano trató de tomar distancia de lo que él mismo había contribuido a crear – la “posmodernidad” – y, por lo tanto, de su imagen de “filósofo posmoderno”. Recién en los últimos años, a través de autores como Bauman o Stiegler y otros, su figura ha sido arrancada lentamente de uno (hay varios) de los malentendidos del pensamiento contemporáneo. Quizá hoy, cuando el debate modernidad-posmodernidad se ha apagado, la obra de Lyotard se apresta a resurgir de las cenizas como criatura de doble naturaleza, un hibrido o un mutante entre dos mundos o dos edades. Si hay algo que describe su trayecto, cuya trayectoria tiende a volver al principio, se refiere justamente a una exploración realizada en los extremos de la modernidad – el originario “freudomarxismo” – que desemboca, de súbito, en un nuevo estadio de la cultura occidental para el que solo tiene un nombre (mejor: un prefijo) tomado de la arquitectura estadounidense: “posmoderno”.
Al parecer nada, hasta ese momento de fulgor (o de la iluminación, como diría San Agustín, a quien dedicó su último libro), permitía prever en Lyotard ese deslizamiento más allá de la modernidad y del sujeto moderno, tanto en lo cognitivo como en lo político. O, por el contrario, y aquí despuntaría la profunda verdad de una experiencia filosófica e histórica, su modernidad radicalizada lo llevó, por medio de una lógica de autocrítica ya ultramoderna, a cuestionar la situación social, política, estética, técnica y epistemológica de las sociedades “posindustriales”, al decir de Daniel Bell. La sensibilidad crítica de Lyotard, propia de la modernidad cultural, se hace notar en su temprana adhesión al grupo filotrotskista Socialisme ou barbarie (1948-1965), del que participaron Castoriadis, Lefort, Debord y Laplanche, y del cual, en 1955, Lyotard dirigió la sección argelina que se opuso al dominio francés. De regreso a París, en 1963, se separó del grupo y acercó un tiempo al periódico izquierdista Pouvoir ouvrier, y dio comienzo a una carrera académica bastante exitosa (antes fue profesor de enseñanza secundaria) en las universidades de Vincennes, Nanterre, San Diego, Wisconsin, Berkeley, Emory (Atlanta) y el Collège de France.
En todo caso, hay un primer Lyotard “freudomarxista” o “libidinal” desconocido para el público posmoderno que, bajo el signo de Mayo del 68, involucra cuatro libros publicados en aluvión: Discurso, figura (1971) – citado por Deleuze y Guattari en El Antiedipo (1972) –, Deriva a partir de Marx y Freud (1973), Dispositivos pulsionales (1973) y Economía libidinal (1974), con los que se ubica de modo destacado entre los llamados “filósofos del deseo”, junto a Klossowski o Deleuze. En esos textos se respira cierto nietzscheanismo anticapitalista y una admirable y agonística ingeniería conceptual para descentrar la teoría freudiana de las pulsiones y expandir la crítica a la economía política de Marx, no sin reelaborar (o desechar) muchos de los conceptos fundamentales de estos sistemas decisivos en la modernidad. La proximidad con el Deleuze de Presentación de Sacher-Masoch (1967), donde se lleva a cabo uno de los diálogos más fructíferos entre filosofía y psicoanálisis en este período, revela a un Lyotard comprometido en una línea paralela a la deleuziana, aunque con mayor énfasis en el dispositivo económico-social como posición pulsional y afectiva, y a la inversa, la economía libidinal como política.
A la vez posfreudiano y posmarxista, partiendo de esos legados, el primer Lyotard se desplaza en la cresta de ola posestructuralista que quiere reponer el problema de la subjetividad, abolido por el estructuralismo. Como “filósofo del deseo”, Lyotard (al igual que Deleuze y Guattari) tiene dos teóricos enemigos: Althusser y Lacan. A la “historia como ciencia” del primero, le opone la historicidad no dialéctica y enajenada de la economía libidinal en el capitalismo, y al inconsciente lingüístico del segundo y la consecuente supremacía del significante, un deseo que ignora las estructuras lingüísticas y – contra toda carencia o falta en él – se afirma como una potencia positiva y creadora, por completo ajena a la “castración” lacaniana. Esta resistencia ante la conversión del inconsciente en discurso se apoya en la identificación del sistema capitalista y del “socialismo burocrático” con la Razón, con una ratio que bloquea el flujo libre y subversivo del deseo a través de los signos, los regímenes sociales, las instituciones políticas y culturales. La estética lyotardiana – muy en afinidad con la de Adorno – conserva hasta el final la defensa del arte en términos contrarios a la integración en los circuitos establecidos, como última barrera ante la colonización del inconsciente (es decir, del deseo) por un capitalismo capaz de apropiarse de la realidad entera.
Discurso, figura, de Lyotard, y Teoría estética (1970), de Adorno, si bien son escritos contemporáneos que arriban a conclusiones dispares, se conectan en cierto malestar ante la obra de arte como mercancía. Las premisas de estas doctrinas estéticas, sin embargo, son opuestas y hasta antagónicas, pese a converger en la misma idea de la autonomía del arte. Por otra parte, Adorno y Lyotard realizan una revisión del psicoanálisis, pero mientras el primero apunta al concepto de goce artístico como constitutivo del arte a fin de erradicarlo, Lyotard indaga el inconsciente freudiano para formular – contra Lacan – un proceso primario no lingüístico, “figural”. Por igual, si Adorno insiste en la “negatividad” de la obra (el modelo es Beckett), Lyotard defiende una estética del ojo fundamentada en cierto esbozo de “economía libidinal”. No obstante las muchas diferencias, los une un antihegelianismo que se resiste a reducir el arte a concepto y además, a partir de La posmodernidad (explicada a los niños) (1986), la recuperación de la noción kantiana de “lo sublime”. En cuanto al uso político-filosófico por parte de Lyotard de “Auschwitz”, acusa explícitamente la influencia del Adorno de la última sección de Dialéctica negativa (1966), “Meditaciones sobre la metafísica”, en donde se afirma que la muerte administrada de Auschwitz demuestra el fracaso de la cultura metafísico-moderna. En otras palabras, Lyotard se apropia de la tesis adorniana de la “caída de la metafísica” y del derrumbe del proceso racional del Espíritu absoluto hegeliano.
El informe sobre el saber que Lyotard preparó por encargo del Conseil des Universités del gobierno de Quebec, más tarde publicado con el titulo de La condición posmoderna, señala una profundización de esa crítica extrema a la modernidad, según cierto procedimiento de deslegitimación o desfundamentación (“nihilista”, si se quiere, de aire “nietzscheano-heideggeriano”) de la Razón histórica y científica moderna, el cual utiliza los “juegos de lenguaje” de Wittgenstein y las paradojas de las tecnociencias a favor suyo. Por un lado, además, estas últimas no se muestran determinadas por las leyes del “progreso”, sino por las exigencias de performatividad y eficacia del capitalismo, y por el otro, presas de rígidas reglas enunciación y del consenso de los expertos, se hallan obligadas a legitimarse mediante “paralogías” e “inestabilidades” (como la teoría de las catástrofes de Thom) que debilitan su propia racionalidad. De acuerdo con Lyotard, la crisis “posmoderna” del paradigma racional de legitimación atraviesa los “metarrelatos” – los grandes relatos modernos, tanto capitalistas como marxistas – de la emancipación de la ignorancia por medio del conocimiento, de la explotación económica a partir de la transformación revolucionaria de las relaciones de producción, o de la pobreza mediante el incremento tecnocapitalista de la riqueza.
Después de estos anuncios de pérdida de sentido y del telos histórico-universalista de la modernidad, por entonces de gran impacto en la cultura occidental, Lyotard continúa con esa tarea crepuscular (y no exenta de ironía) de dar por finalizado el proyecto moderno, para lo cual el símbolo de Auschwitz (de nuevo, afín con Adorno) sirve para indicar el punto preciso de hundimiento. En esta fase “posmoderna”, La diferencia (1983) – en el sentido de diferendo o litigio – se inscribe en el “giro lingüístico” ocasionado por Wittgenstein, Heidegger, la pragmática anglosajona de los speech act, la deconstrucción, las tecnologías del lenguaje, la caída de la teoría y el oscurecimiento de los discursos universalistas, con el fin de organizar una crítica de los “regímenes de proposiciones” y una constelación discursiva, no-humanista y políticamente problemática, ya no a partir del consenso (como en Habermas) sino del disenso. De este modo, Lyotard responde a la obturación del deseo que crispaba Economía libidinal y, a la vez, culmina la incredulidad respecto de los “metarrelatos” de La condición posmoderna, puesto que La diferencia propone crear nuevas semióticas, nuevos referentes, nuevos destinatarios, para que la Sinrazón se exprese y deje de ser la víctima que solo habla o balbucea el lenguaje cerrado y opresivo del victimario.
En definitiva, por lo menos desde 1986, desde la conferencia “Reescribir la modernidad” (en Lo inhumano, 1988) pronunciada en las universidades de Wisconsin, Milwaukee y Madison, Lyotard busca precisar su concepto de “posmodernidad” con relación al de “modernidad”. En esta ponencia, modificada para su publicación, lo posmoderno no viene “después” de lo moderno, sino ya está implicado en éste en cuanto la temporalidad moderna – un “pro-yecto” en general – contiene la necesidad de excederse y superarse a sí misma. De modo que la modernidad, según Lyotard, está preñada de posmodernidad y, por ello, no es una nueva época. La posmodernidad supone una “reescritura” criptomoderna de algunos rasgos modernos y de su pretensión de fundar la legitimidad de los metadiscursos universalistas de emancipación en la ciencia y la técnica.
Publicado en el suplemento de cultura del diario Perfil el 15 de junio de 2008, con el título “La economía libidinal de la deriva posmoderna”.
Comments