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Sloterdijk sobre Nietzsche

El pensador en escena. Autor: Peter Sloterdijk. Género: ensayo. Editorial: Pre-Textos.

RUBÉN H. RÍOS

¿Es posible que aún hoy, después de Foucault y Deleuze, de Blanchot y Derrida, de Heidegger e incluso del Vattimo de El sujeto y la máscara (1974), de una cantidad copiosa de papers y documentados estudios académicos, de pensadores de la más diversa progenie que lo han utilizado para todo tipo de misiones y proselitismos, el pensamiento de Nietzsche todavía guarde secretos? La pregunta, para nada retórica, quizá ha movilizado a Peter Sloterdijk para penetrar en los submundos nietzscheanos a partir de un regreso, un nuevo viaje iniciático, una nueva excavación en esa ciudad perdida y arcaica de El nacimiento de la tragedia (1872). Esa obra del joven filólogo de Basilea –catedrático sin acreditaciones–, que le costará el repudio de las autoridades universitarias, responde a aquella pregunta con creces, pero reubicando a Nietzsche bajo un signo casi desconocido: el del materialismo.

Ya Klossowski, en Nietzsche y el círculo vicioso (1969), se había sumergido en el drama corporal nietzscheano como fundamento de una semiótica pulsional, fundiendo experiencia vital y pensamiento, cuerpo y lenguaje, de tal modo que la locura de Turín estallaría cuando ese fondo inconsciente y oscuro finalmente desorganizara el equilibrio enfermizo que mantenía en pie al filósofo. El pensador en escena también toma a Nietzsche desde una economía pulsional, un “dispositivo libidinal” (diría Lyotard) que conecta logos y corporeidad, palabra y pasión. Desde esa perspectiva, el autor de El nacimiento de la tragedia sería el primero (antes que Freud) en avisar al sujeto autónomo de la modernidad –pura conciencia de sí y para sí– que lo habitaban impulsos primitivos y salvajes, ardores voluptuosos y terribles. Si Marx había cuestionado el humanismo burgués y al sujeto ilustrado anteponiendo las determinaciones de las fuerzas productivas y económicas, Nietzsche lo hacía convocando a escena la prehistoria corporal de la vida moderna: las orgías dionisíacas, una muchedumbre lasciva e inmoral de “machos cabríos”, los Saturnales de las “Madres del ser”. No otra cosa, en suma, que el origen del materialismo nietzscheano.

Para Sloterdijk, la actualidad insistente de Nietzsche se basa en que asumió, como pensador y como hombre, ese fundamento corporal de la existencia hasta hundirse en su propio caos pulsional. De algún modo, pagó con su vida la transgresión de arrojar una mirada prohibida por el fundamento incorpóreo de la metafísica y el cristianismo, el racionalismo científico y la modernidad “progresista”, hacia los demonios y delicias insondables de la corporeidad. Si todavía pervive es porque el desgarramiento nietzscheano entre “eros y civilización”, entre logos y carne, entre ciencia y arte, refleja la doble naturaleza del sujeto escindido de la tardomodenidad (el “último hombre” al que Zaratustra exhorta a dar a luz una estrella danzarina desde el “caos” que aún lleva dentro de sí). Doble tensión, en realidad, de la experiencia contemporánea del mundo que en Nietzsche –según la tesis de Sloterdijk– se expresa tempranamente a través de una dramaturgia filosófico-poética de lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”, en cuya fusión tiene su raíz la tragedia de los antiguos griegos, pero (y aquí se concentra todo) bajo la primacía del principio “apolíneo”.

La cuestión es que el sometimiento de las energías dionisíacas en El nacimiento de la tragedia (pasaje del “estado de naturaleza” a la cultura, pacto fundacional de toda civilización) equivale a una intervención simbólica sobre la confusión orgiástica, a la transmutación del “macho cabrío” en músico y bailarín, al encubrimiento de la obscena verdad del fundamento corporal, la embriaguez báquica, por las bellas formas de lo “apolíneo”, el sueño y las apariencias sensibles. Si bien Sloterdijk aporta brillantes y lúcidos elementos –imposibles de agotar en una reseña– para un pensamiento posmetafísico de la corporeidad, no logra desplegar lo mejor de sus premisas sin trastabillar (como en ciertos devaneos “cínicos”), y especialmente en el tramo final sobre la justificación “estética” de la existencia. Las consideraciones respecto del viejo logos cristiano-metafísico que se “hace carne”, su inversión posterior en una physis hecha verbo, para luego postular un devenir lingüístico de la physis encarnándose en las subjetividades-cuerpo, como el proceso más antiguo y primordial de la experiencia del mundo, constituyen uno de los momentos más fascinantes y sólidos (y no son pocos) de El pensador en escena.

Publicado en el suplemento Radar Libros de Página 12 el 30 de diciembre de 2001, con el título “La carne dice”.

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