La lección de Macedonio Fernández
LA LECCIÓN DE MACEDONIO FERNÁNDEZ
RUBÉN H. RÍOS
La metafísica tradicional – “platonismo”, imbricación ontoteológica – ha hecho su negocio sobre la distinción del ser y la apariencia. La crítica de Nietzsche a la metafísica arroja como consecuencia el levantamiento de esa distinción, la clausura a la vez de ambas instancias. El existencialismo heideggeriano procura sólo salir de la fábula de la caverna deconstruida por Nietzsche hacia un Dasein empapado de finitud, puesto que aquello que nombra tautológicamente el ser se ha retirado al silencio del ocultamiento. Si la tesis de la voluntad de poder engulle sus propios cimientos, la patencia del “ser” de Heidegger no es más, al fin, que el juego errante del no ser.
Ser puede decirse de muchas maneras, pero no sin fundamento; de lo contrario se descorre el abismo nihilista: el ser que obtiene de sí su propio fundamento (que ya no lo funda) muestra el nihilismo implícito en la escalada imposible que supone la pregunta por el fundamento del fundamento del ser. Después de Heidegger, el superente que fundamenta el ser – la ontoteología – es depuesto, obscenamente exhibido en la diferencia entre el ser y el ente. El olvido del olvido del ser entrega el hilo conductor para el “paso atrás” dado en el laberinto impensado de la metafísica, y prepara ese acontecimiento epifánico del ser transubstanciado en la esencia de la técnica. En el epílogo de la historia del ser, éste ya no se dice de ninguna manera; hay diferencia, ocultamiento, desfondamiento, misterio en lo Gestell, nada, no ser.
Disuelto el ser metafísico, el fondo del mundo ahora refleja la mueca nihilista del enigma o de la fábula. La construcción del sujeto agoniza en la sutura de sus particiones: la fosa del hombre de la conciencia y la representación se cava en un camposanto del que Dios ha huido, entre otras perplejidades de la modernidad tardía. El objeto constituye lo real, pero nihilizado, basado en un secreto radical. Nuestra época imita a las novelas de Philip K. Dick: el ente, por llamarlo así, se ha vuelto irreal, un relativo que se desvanece en las terminales de las prácticas. En cuanto a lo demás, parece que sólo Nietzsche acertó en descubrir el puzzle de poder que organiza las relaciones del sistema de producción.
“Ser”, en fin, ya no puede decirse de muchas maneras, salvo echando mano a la pirueta de su debilitamiento crepuscular o de su propia anulación. Desde Foucault, que definió su obra como ficcional, salvar el discurso teórico del quebrantamiento deconstructivo del lenguaje es arriesgarse a restituir el ser metafísico por otros medios. La clave poética del pensamiento contemporáneo prospera precisamente sobre la desaparición, atenuada o no, del “ser”. Para la deriva filosófica que se escurre en el fin de la metafísica el problema consiste en cómo y desde dónde pensar lo sensible nihilizado, el “no ser”. Es extraordinariamente notable que la misma cuestión, hacia principios del siglo XX, absorbe las reflexiones – siempre fragmentarias – de ese excéntrico escritor argentino: Macedonio Fernández.
Cabe preguntarse si en el pensamiento de Macedonio, que apuntala ya por 1907, no subsiste algún resto descontextualizado, fuera de coordenadas, definitivamente tributario de la metafísica tradicional, de cierto modo extemporáneo. La respuesta depende mucho de algunos a priori en vigencia, aunque la situación (¿posmoderna?, ¿supramoderna?, ¿supermoderna?, ¿sobremoderna?) de la filosofía contemporánea funciona como una bomba de tiempo activada para explotar ahora mismo contra cualquier supuesto. Hoy, que la temporalidad lineal se fue a pique y la metafísica (o todo corpus teórico) viene a ofrecerse igual que piezas sueltas de un mecano que podemos ensamblar a gusto, ¿por qué no Macedonio? Su ontología nihilista, que se diversifica en teorías poéticas, políticas y éticas, toma la palabra tal vez donde nadie (o pocos) escarban.
En Macedonio, la nada nos abofetea la cara: carece de todo misterio, irradia transparencia a cada momento; es intensidad, plenitud. Como en Nietzsche o Heidegger, ningún “ser” hace su escondrijo tras las cosas. Sucede que Macedonio tuerce la existencia en inexistencia: nada es. Un campo “fenoménico” agota la totalidad de la experiencia del mundo sin que el ente obtenga otro “ser” que su parecer. De otro modo: todo es lo que parece (“ostensibilismo”, según él). Lo real se trueca en una irrealidad de fenómenos – sucesos, eventos – en continuo devenir espacio-temporal, más allá de la sustancia y de la razón suficiente. Se diría que un complejo de sensibilidad inubicada, por sobre el corte sujeto-objeto, no cesa de actualizarse en tanto estado en mutación constante, en tanto estado diferencial.
De modo que estas sucesiones aleatorias de estados (es decir: pensamientos, sensaciones, emociones, deseos, sueños y ensoñaciones, aromas, colores, sonidos, o también el frío, el calor, un pájaro, una naranja) se definen, en rigor, en un solo estado: la afección. Lo sentido, la sensibilidad, la pluralidad intensiva de los estados, lo que siente, en una palabra, lo sintiente, determina al “ser” mismo. Macedonio enciende un fuego vastísimo en el que arden viejos ídolos: el principio de razón y no contradicción, esas magnitudes kantianas del espacio y del tiempo, los idealismos de la conciencia, el tiempo “vulgar” hegeliano, la dupla subjetividad-objetividad, la materia, el fundamento del ser, el ser como tal.
A esta ontología nihilista Macedonio la llama almismo o psiquidad ayoica. Se asienta en la eliminación de la estructura supresensible de la metafísica tradicional, y trae, como efecto, la autonomía de lo sensible desfondado hasta su desdoblamiento en el no ser. La nada que acontece así, como presencia y no-presencia a la vez, no coloca un vacío ni una negatividad, sino que a la inversa hace resaltar una positividad sin resquicios, dionisíaca. Nada es: proposición asertiva; afirma que el no ser es. Dando una vuelta de tuerca más: no hay “no ser”, pero tampoco “ser”. Esa nada sensible de Macedonio dice el ser aparte de lo óntico-ontológico.
¿Macedonio plantea un spinozismo del puro atributo? ¿Un empirismo sin sujeto? ¿Algún antropologismo encubierto a fin de cuentas? ¿Cierto género de suprasubjetivismo, de superhumanismo? Como fuere, el sobrehombre (Übermensch) nietzscheano, por ejemplo, no se despoja tan fácilmente de la subjetividad como si fuera un traje viejo: no lo doblega la fascinación del objeto insondable de la teología negativa. Porque hay que considerarlo seriamente: si el rebasamiento de la metafísica requiere dejar atrás su nihilismo, Macedonio – al sensibilizar la nada – acaba con tal abismo nihilista. Retorcimiento paradójico de la ontología: ser es no ser. ¿Cómo no ver en esta suerte de eterno retorno de la sensibilidad (ahora como la nada misma) uno de esos piquetes que se han esforzado por echar abajo el trono del racionalismo que domina la filosofía a partir del platonismo? ¿Cómo no reconocer en la tarea de Macedonio otro aspecto, otra compaginación, del desmontaje de la metafísica?
La ontología “nihilista” de lo sensible de Macedonio hace guiños a la filosofía de artista que exige la sobrehumanidad nietzscheana, el pensamiento poético heideggeriano, la abolición del sujeto del conocimiento que inicia la aventura foucaultiana o deleuziana. El pasaje del pensamiento como producción (y aun creación) de conceptos (o de significación), la salida de su confinamiento milenario en la Idea, no puede resolverse sino a través del horizonte de la sensibilidad, de una estética o una poética general del pensamiento. ¿Inversión del platonismo? ¿La filosofía como obra de arte y ya no más bien ciencia de la conciencia? Sí, y quizá más todavía.
Por ahora, está claro: la metafísica caída revierte el peso del mundo sobre la sensibilidad inmanente, privada de toda trascendencia. No es otra la lección de Macedonio Fernández: no es otro quizá el problema más acuciante que nos plantea.
Publicado en AAVV, El pensamiento en los umbrales del siglo XXI. Catálogos, Buenos Aires 1994. Incluido en Ríos, Rubén H., Ensayo sobre la muerte de Dios. Nietzsche y la cultura contemporánea. Apéndice. Biblos, Buenos Aires 1996.