Tecnologías y técnicas de la globalización en Zygmunt Bauman
TECNOLOGÍAS Y TÉCNICAS DE LA GLOBALIZACIÓN EN ZYGMUNT BAUMAN
RUBÉN H. RÍOS
Quizá Martin Heidegger, que solía equivocarse mucho, se equivocó al restarle importancia a la determinación del sistema social y económico de la civilización planetaria tecno-científica que vislumbraba en “El final de la filosofía y la tarea del pensar”, a comienzos de los ‘60. Se sabe que Heidegger rechazaba la interpretación antropológica de la técnica concebida como un instrumento neutro, un medio para fines. Incluso, quizá “La pregunta por la técnica” está orientada contra el materialismo histórico o cierto marxismo; del modo que en ese texto Heidegger piensa la “esencia” de la técnica, todo el universo humanista del sujeto/objeto implica la técnica como dominio de los entes. El trabajo mismo ya es instrumental, “técnico”, mediación entre el “hombre” y la “naturaleza”. El sistema industrial como complejo de máquinas (automatización de la herramienta) deviene directamente de esta posición del trabajo. Desde luego que a Heidegger le preocupaba más la suerte del mundo aprehendido por la técnica y el lenguaje físico-matemático que la explotación económica de los hombres por medio del plusvalor. En todo caso, para él, algo así se hace posible cuando los hombres han sido capturados - como cualquier ente - por la técnica “provocante de la naturaleza”. Suponiendo que la explotación económica cese en un orden socialista, el problema heideggereano de la técnica como instrumento para los fines del hombre se mantiene. El asunto de fondo para él, como lo enfatiza en la entrevista del Spieguel, es la técnica planetaria, la civilización tecno-científica y no el orden social que lo acompaña.
Por el momento, el análisis de Zygmunt Bauman de la “modernidad líquida” resuena en el cielo turbulento de la era de la globalización como una asfixiante corrección política al enfoque heideggereano de la técnica. Buena parte de la inspiración de Bauman, al menos desde Ética posmoderna ( 1995), tiene como fuente el horizonte ético abierto por Emmanuel Levinas, cuyo amor por la justicia y la alteridad se transmite a Bauman sin reservas; otra parte, y quizá de fondo, arraiga en la vieja ética socialista y liberal con sus grandes estandartes de libertad, igualdad y fraternidad. Se comprende que el orden (o el desorden, más bien) del capitalismo global, para este pensador formado en las ideas de Gramsci y seducido por el giro posmoderno, conforma la más gigantesca aventura de destrucción cultural y humana jamás emprendida. La globalización prolonga el despotismo de la economía de mercado hasta los confines del planeta, cerrándose hacia el Otro y sometiéndolo al dolor y la penuria, la marginación y la humillación, la miseria y la esclavitud; es decir, todo aquello que la sensibilidad filosófica y sociológica de Bauman rechaza con horror y malestar. En suma, se trata de la voz de un intelectual moderno sin ilusiones respecto de la modernidad pero tampoco de la sociedad de consumo, la cual no sería más que el sistema del fetiche de la mercancía ascendido a modelo globalizador.
El problema de Bauman se refiere al rumbo ético y político que han tomado las sociedades occidentales a partir de la caída del Estado de Bienestar y del colectivismo soviético, si bien muchos elementos de la barbarie globalizadora ya se hallaban en el racionalismo universalista moderno. En La hermenéutica y las ciencias sociales (1978), Bauman rompe con el estatuto científico de las ciencias sociales y los principios ilustrados de éstas – formalizados en Marx, Weber, Mannheim, Talcott Parsons, entre otros – desde una perspectiva de hermeneuta (del griego hermenëutikós, “explicación”, “interpretación”) iniciado en la finitud radical comprensiva del circulo hermenéutico de Heidegger y las ideas en consonancia de Dilthey. De esa época proviene, al parecer, su admiración por la obra de Borges, y por el relato “La busca de Averroes” (en El Aleph), que a su juicio postula la imposibilidad de rebasar el ser-en-el-mundo y hace estallar la oposición lógica entre consenso y verdad. En ese texto de Bauman ya irrumpe en germen la ética de la alteridad posterior y la relación tensa y ambigua que mantiene con el legado moderno, aunque sin resignar algunas afinidades; por ejemplo, con el historicismo de Marx. En realidad, la globalización se le aparece como la misma modernidad en su fase posmoderna; – en sus términos – “líquida”.
1. Modernos, posmodernos y globales
Ese concepto de “modernidad líquida”, en todo caso, constituye el aporte de Bauman para la dilucidación del complejo global y lo obtiene luego de una inmersión en las aguas desencantadas del pensamiento posmoderno. En ese sentido, Legisladores e intérpretes (1987) arroja una mirada furiosa y reprobatoria sobre el proyecto moderno (en gran medida un proyecto de dominación tecnológica del ente, al decir de Heidegger) y sus guardabosques convertidos en constructores de “culturas de jardín” contra el fondo arrasado de “culturas silvestres”. La figura prínceps de la modernidad sería el intelectual “legislador”, en contraposición con el “intérprete” como héroe posmoderno; el primero investido de la autoridad de la Razón lleva en sus hombros la organización del mundo por medio de la educación y la cultura. La modernidad se presenta como una especie de “partido del orden” que se autoasigna el diseño racional de la totalidad antropológica y del ente desde la luz implacable de las ideas y, por lo tanto, del conocimiento como poder -algo que, por otro lado, ya se perfilaba en Platón. Este “legislador” ilustrado del mundo comienza a decaer no bien Marx, Nietzsche y Freud lanzan sus dardos envenenados sobre el yo cogitante y la conciencia autotransparente del racionalismo. El intérprete posmoderno, y en esto Rorty tiene el lugar de abanderado para Bauman, por decir lo menos, culmina el proceso moderno hacia su propia inmolación en el fuego del desplazamiento perpetuo de los límites mundanos, pero no está más allá del estigma de la modernidad. Bauman, como Habermas, entiende que ésta incluye la posmodernidad como una revisión de sus propios fundamentos, aunque a diferencia de aquel encuentra que el proyecto moderno es necesariamente inconcluso y, quizá más todavía, indeterminado.
Si el “fin de los metarrelatos” de Lyotard supone un nuevo relato, hay que admitir con Bauman según dice en La ambivalencia de la modernidad (2001) y con el mismo Lyotard, por otro lado, que no se puede ser moderno sin ser primero posmoderno. El proyecto de la modernidad cultural ha fracasado, según Legisladores e intérpretes, no tanto por sus respuestas e ideales críticos y éticos, sino porque tomó una dirección equivocada con la implantación de la razón instrumental (la “esencia” de la técnica para Max Horkheimer) y la racionalización social que fragmentaron la sociedad, creando las condiciones para que la economía de mercado la integrara bajo los hechizos de la mercancía y el consumismo. Esto no significa que el potencial crítico de la modernidad haya sido sepultado definitivamente bajo los horrores y las delicias mercadotécnicas de la globalización. La ética de la alteridad de Bauman, que sigue una estrategia hermenéutica, precisamente quiere evitar la universalidad de la verdad racional y legislativa que ha caracterizado el lado oscuro de la inteligencia moderna. Reponer o redimir la modernidad, de este modo, supone como obstáculo insalvable la globalización del capital trasnacionalizado, cuyas actuaciones planetarias y locales rebasan el Estado-nación o lo someten al vasallaje y atomizan la sociedad en individuos “individualizados” dedicados por entero al ámbito privado en desmedro del público. Por esto Bauman cree, al igual que Castoriadis, a quien suele citar con frecuencia, que aquello que distingue la situación contemporánea de la modernidad es la pérdida del cuestionamiento de sí misma; rasgo éste, por decir así, que define a la cultura moderna.
En La globalización (1998), Bauman vuelca toda su pasión ética y crítica sobre las premisas y consecuencias nefastas de los procesos globales signados por la degradación y la marginación social. El eje de la hegemonía del capitalismo global se sostiene en que mientras éste es extraterritorial y móvil, el Estado-nación y las sociedades son locales e inmóviles. La desterritorialización del capital se habría llevado a cabo luego de lo que Bauman llama la “Gran Guerra de Independencia del Espacio”, durante la cual los centros de poder y decisión abandonaron técnica y tecnológicamente las restricciones territoriales y el compromiso con la comunidad. Más que al “fin de la historia” asistiríamos al “fin de la geografía”, en palabras de Virilio, por efecto de la velocidad instantánea de las telecomunicaciones y cuyos recursos tecnológicos en manos de los capitalistas globalizados favorecen la emergencia y el encapsulamiento de una elite móvil extraterritorial. El poder global, como si obedeciera a una espiritualización hegeliana de la tierra, es etéreo e incorpóreo, flotante y ciberespacial, aunque las reterritorializaciones se hacen sentir tanto en las economías locales (sobre todo en las que abandona a su suerte, después de expoliarlas) como en las tecnofortalezas de seguridad máxima de la elite global. Paralelamente, el territorio para los locales tiende a transformarse en una prisión, un espacio hostil donde el viejo Nomos de la tierra – al que Carl Schmitt consideraba isomorfo a la soberanía del Estado moderno – ha dejado paso a multitudes de parias urbanos y excluidos.
La vigilancia panóptica descripta por Foucault ha caducado, según Bauman, reemplazada por otro dispositivo: el Sinóptico, en el cual ya no unos pocos observan a muchos sino a la inversa. El sinoptismo corresponde a las relaciones de poder globales expresadas en los medios de comunicación de masas, en especial teleópticos; a diferencia del Panóptico, el Sinóptico no obliga u oprime sino seduce a “vigilar” a unos pocos rigurosamente seleccionados, tanto local como globalmente, pero siempre prima la relación del local que observa al global en el éxtasis de la sociedad de consumo. En última instancia, la globalización neutraliza en su espiral de extraterritorialización (total en el capital financiero, casi total en el comercial y muy desarrollado en la industria) no sólo las identidades nacionales forjadas por el legislador moderno, sino también otro de los grandes inventos de la modernidad: el Estado-nación. Bauman afirma que, en rigor, éste ha sido expropiado por la “piratería” del capitalismo trasnacional en camino a una nueva estratificación de distribución de la riqueza que hiela la sangre -un sólo dato sobre esto: según la ONU, los ingresos de los primeros 358 multimillonarios globales (Bill Gates, entre otros) equivalen a los de aquellas 2.300 millones de personas más pobres que configuran el 45% de la humanidad. En otras palabras, las causas de la pobreza local son globales. En consecuencia, es en los problemas de seguridad internos (y fronterizos) generados por los desechos humanos y excluidos de la burbuja extraterritorial de la globalización donde ésta – o mejor: los portavoces y gurúes locales – requiere y promueve el poder de policía del Estado-nación e, incluso, la criminalización de la pobreza. En el confinamiento local, esta doctrina de la Ley y el Orden tiene mucho éxito ya que el miedo y la incertidumbre reinan en los sombríos basureros de la globalización. La cárcel, como se sabe, forma parte de los mecanismos de producción social de crimen.
La atmósfera enrarecida y aterrorizante de la dimensión local del poder global, según el Bauman de En búsqueda de la política (1999), se sintetiza con exactitud en la palabra alemana Unsicherheit: “inseguridad”, “incertidumbre”, “desprotección”. Lo cual hace, desde luego, que los individuos “individualizados” y autorreferenciales, los ciudadanos devenidos consumidores en alza o defectuosos, sean incapaces de concebir una solución colectiva para lo que experimentan como una amenaza para la propia integridad física y la propiedad privada. La sociedad contemporánea de individuos de la modernidad social, que de acuerdo a Hobbes surge del miedo generalizado de los unos por los otros, responde al Unsicherheit con el reclamo masivo de más y mejor seguridad. El aumento de ésta, como ha ocurrido en casi todas las grandes urbes occidentales durante el auge del neoliberalismo bajo la invocación (explícita o implícita) de la “tolerancia cero”, para Bauman no ha eliminado la angustia y el miedo sino ha conducido a un recrudecimiento de la soledad de los individuos, de la desconfianza y la suspicacia mutua, dividiendo y fragmentando aún más una sociedad fragmentada de por sí. La apatía política y el conformismo respecto del estado de cosas, que la economía de mercado aprovecha para articular a la red social en torno a la mercancía y el afán de lucro y consumo como proyecto de vida ( fenómeno, dicho de paso, que jamás hubiera imaginado Sartre ni tampoco Weber), se vincula con el fracaso y la corrupción de las utopías modernas y los “metarrelatos” y, también, con el retiro del Estado-nación desbordado por las fuerzas globales y la pasividad interesada del liberalismo político que considera a la globalización un determinismo cuasiteológico. Bauman piensa que, por el contrario, falta (y acaso nunca estuvo) un espacio público y privado a la vez – el ágora – que conecte la libertad individual con la responsabilidad pública y donde lo privado se traduzca en temas públicos y a la inversa.
2. Los individuos líquidos
En la posmodernidad (o modernidad “líquida”) lo privado ha colonizado lo público, la libertad individual ha avasallado y vaciado de contenido la vida colectiva. La sociedad de consumo posmoderna ya no es más un sistema de productores sino de consumidores; o, en otras palabras, sobre todo produce individuos “individualizados” que asumen su lugar en el banquete del consumismo – medido según la aproximación a los esplendores de la elite global móvil – como la propia y única responsabilidad, el fruto dulce o amargo de su autodeterminación y autoafirmación como individuos libres y autónomos; esto no quiere decir que todos o la mayoría de los individuos cuenten con recursos aptos para cumplir con ese individualismo narcisista y solitario del consumo y la autorrealización. Por el contrario, la libertad de elección que sostiene la resolución biográfica de problemas sociales (y morales), para Bauman está atravesada de ilusión y esclavitud, en cuanto cualquier elección de estos individuos enajenados del Otro o bien se efectúa dentro del “imaginario social” (al decir de Castoriadis) del consumo o bien en relación a opciones preformadas y sobredeterminadas de antemano por la invasión de lo privado sobre el espacio público. El individualismo posmoderno, como una ingenua mosca capturada en la telaraña de lo social, pretende gestionarse individualmente prescindiendo de factores que dependen de lo colectivo. El consumismo es un estilo de vida y, como tal, humilla y denigra a todos aquellos que han quedado expulsados de los patrones y circuitos del consumidor por motivos no sociales (lo que sería verdad) sino individuales.
Mientras que Bauman propone que la libertad individual genuina se consigue y se mantiene colectivamente, la sociedad de consumo posmoderna se dirige hacia la privatización de las condiciones que aseguran y garantizan el ejercicio de aquella; al hacerlo salta por encima justamente de los males sociales que llevaron al callejón sin salida de la inseguridad y el miedo. En ausencia de un ágora, de un espacio público-privado, que permitiría la alquimia de transformar lo privado en público, los problemas privados se exhiben en los talk shows de las pantallas televisivas globales, inundando la esfera pública de la comunicación masiva de miserias intimas y dramas domésticos. El espacio público-privado que formula Bauman ataca el moldeado subjetivo individualista de la sociedad de consumo envuelta en el marasmo del Unsicherheit y el Estado-nación como médium de los poderes globales y principal escollo para la justicia social. En cierto modo, la apatía política se difunde en la medida que las instituciones políticas creadas por la modernidad se encuentran también penetradas por lo privado y se muestran impotentes de ofrecer programas alternativos a los impuestos por los poderes globales. El ágora representaría ese puente o nexo entre lo público y lo privado de manera que las desdichas individuales se traduzcan en soluciones colectivas y las desgracias sociales en preocupaciones y ocupaciones individuales. Sin embargo, tanto porque los antiguos espacios públicos-privados han caído en la insignificancia o funcionan como parques temáticos, el ágora no ejerce ningún interés sobre esta “sociedad de los individuos”.
En Modernidad líquida (2000), Bauman propone que el individualismo de la sociedad de consumo – piedra basal de la globalización – comienza cuando se disuelven todas las limitaciones y autolimitaciones de la libertad individual de elegir y actuar que hasta ese momento eran frenadas por algunas técnicas antiindividualizadoras de la modernidad “sólida”. Esta, si bien lo propio de lo moderno sería su fluidez y poder de licuefacción, comprende el período del final del feudalismo hasta los tiempos posmodernos (o posindustriales) ya estrictamente “líquidos”. Como diría Marx, todo lo sólido se disuelve en el aire (por lo quizá hasta se podría pensar, acaso, en una modernidad “gaseiforme”) ni bien el espíritu moderno emprende la disipación del orden del Ancien Régime para instaurar el propio de acuerdo al cálculo y la planificación técnico-racional. La “disolución de los sólidos”, en realidad, consiste en la liberación radical de todo lastre ético o doméstico, religioso o comunitario, político o cultural, de la actividad económica. En adelante el nexo real que une a los miembros de la sociedad moderna será el dinero, dejándola sin ninguno de los viejos “sólidos” (ya bastante erosionados, si se sigue a De Tocqueville) a merced de las leyes de la economía y la razón instrumental. Este nuevo orden de la modernidad “sólida”, como la denomina Bauman, fundaba su solidez en la estructura económica y en la rigidez de sus artefactos y tecnologías de producción que dominaban la vida humana en su totalidad. A medida que se emancipaba la economía de cualquier atadura, la libertad individual le siguió los pasos, volviendo aún más rígido y obturado el orden de los “subsistemas” de la base económica. El endurecimiento y la falta de opciones de éstos aumentarían en correlación con la desregulación y la liberalización, la “flexibilización” y la liberación de los mercados, la fluidez de los capitales y la disminución de los impuestos.
En la modernidad “líquida” – en la posmodernidad – lo que se disuelve son los lazos entre los individuos y la sociedad, entre las elecciones individuales y las colectivas, entre los proyectos de vida y los proyectos políticos y sociales. La fase pospanóptica en la que habría ingresado el poder extraterritorial de la globalización, más barata y liviana que las anteriores instalaciones y técnicas panópticas circunscriptas al territorio, revela a Bauman que llega a su final el compromiso “fordista” entre trabajo y capital, entre empleadores y empleados, entre industriales y obreros. No se trataría ya de conquistar nuevos territorios sino de derrumbar todas las barreras que bloquean el flujo mundial de los poderes globales – si bien la ocupación militar de Irak por parte de EEUU desmiente o relativiza esta tesis de Bauman, salvo que represente el último coletazo de la modernidad “sólida” por medio de un pesado Estado-nación todavía imperial o una drástica y cruenta reterritorialización del capitalismo extraterritorial en busca de botines locales de valor global. Hasta cierto punto, la visión del mundo contemporáneo de Bauman se asemeja a la de Negri y a la de Deleuze y Guattari, haciendo una superposición entre “imperio” y “máquina abstracta”, ya que como en ellos – en el esquema global/local – el poder se hace invisible y ubicuo; una elite global móvil que gobierna como “amos ausentes” fluyendo virtual o realmente en todo el planeta. La desintegración del tejido social resultaría de esa huida y descompromiso con el destino local y territorial de los globales celestes que para fluir en su orbitación mundial deben eliminar todo control y traba, toda frontera o Estado-nación en rebeldía, toda trama social demasiado densa.
La modernidad “líquida” es, para decirlo de una vez, un montón de fragmentos a la deriva. El incremento de la libertad individual ha traído aparejado la impotencia y la obsolescencia (como cualquier otra mercancía posmoderna efímera) de la “teoría crítica” y de las distopías tecnocráticas – al estilo de Orwell o Huxley – que alertaban sobre los peligros totalitarios de la modernidad “sólida” y la homogeneización de los individuos despojados de su autonomía y de su capacidad de autoafirmarse como diferencia. Todo eso, en el análisis de Bauman, pertenece al pasado; los dilemas y denuncias de Marcuse o de Adorno han perdido vigencia y, aún peor, ya no inquieta a ninguno de los individuos “libres” que han soltado amarras de cualquier nexo con las presiones burocráticas y panópticas del sistema de poder del capitalismo territorial. En la sociedad de consumo compuesta de individuos “individualizados”, lo público, que encarnaba el monstruoso Estado-nación en su época de hierro, ya no subyuga lo privado, sino a la inversa. Pero, a pesar de que sólo se permite que florezcan todos los lenguajes y prácticas que tienen como finalidad elevar los objetivos privados y los cuerpos individuales a rango superior (en clave hedonista, para el Bell de Las contradicciones culturales del capitalismo), Bauman distingue una enorme distancia entre ser individuo de jure y serlo de facto; la misma que existe, en una palabra, entre “tener” y “ser”. Esta brecha excede la autogestión individual de la biografía propia y sólo se podría zanjar en el campo político, en el ágora, el espacio público-privado en el cual se alcanzan soluciones públicas para los problemas privados. En el pasaje de consumidor a ciudadano el individuo de jure preludia su condición de facto, la sustitución de la libertad negativa por la positiva, al vencer los moldes individualizadores que desligan su autonomía de la que la sociedad obtiene en su conjunto.
La defensa de la autoconstitución del individuo frente a las grandes máquinas sociales del racionalismo de la modernidad “sólida”, como se aprecia por ejemplo en la lectura que hace Marcuse de los Manuscritos económico-filosóficos de Marx, es innegable, pero hay que preguntarse si esto no juega a favor del individuo de facto más que del de jure. En todo caso, Bauman no se detiene a examinar las posibilidades latentes en la teoría crítica, a la que juzga un poco anarquista, ante la urgencia de renovar el horizonte de la emancipación y combatir críticamente la cooptación de lo público por lo privado. En el tecnocapitalismo fluido y globalizado las normas se han vuelto laxas y borrosas, y la planificación racional y la razón instrumental habrían desaparecido tras las velocidades lumínicas y la huida hacia los paraísos secretos de la elite global. Según Bauman, aquella frase de Margaret Tatcher – “no existe la sociedad” – o la otra de Peter Drucker – “la sociedad ya no salva” – declaran el fin de las técnicas de ingeniería social de la modernidad pesada (y todo el constructivismo local) y el nacimiento oficial del capitalismo light, leve como el aleteo de esa mariposa que en el otro extremo del mundo tiene como efecto un cataclismo. En el mismo sentido, el principio de placer que Freud ponía bajo el yugo del principio de realidad, ha ido desprendiéndose de la necesidad que regía éste último para entregarse con fruición al deseo y luego al “anhelo” del consumo masivo que provee la variedad y la “identidad” individual del consumidor. La vida en la modernidad “líquida” se parecería cada vez más a la vida televisada, y si no carece de gracia; esto por contaminación del sinoptismo global.
3. La pesadilla ciberpunk
La ciudad paradigmática de los globales, en la cual se evitan los efluvios y miasmas de los desechos locales, correspondería a la que el arquitecto británico George Hazeldon construye cerca de Ciudad del Cabo, cuyo criterio primordial se aboca a lograr el aislamiento perfecto de sus habitantes del resto de la humanidad. La ciudad de Hazeldon, Heritage Park, se alza sobre 500 acres y básicamente consiste en una versión tecnológica de la ciudad medieval amurallada y protegida por observatorios de guardias armados, fosos, puentes levadizos, vigilancia electrónica y cercos electrificados; su propósito superior sería la realización de la seguridad máxima que ningún sistema local de cerrojos y precintos alcanzaría con igual eficacia. En cierto modo, Heritage Park hace realidad el sueño (inconfesable quizá) de las capas medias altas y bajas sobre las que descansa la extraterritorialidad presurizada de la elite global, del que se vislumbran cierto pálido destello en los hoteles internacionales o los shopping. En éstos se está, como indica Bauman, “en otra parte” -son los no-lugares que ya investigó Augé, en donde se consumen las sensaciones de la mercancía en una autotransparencia purificada y segura entre iguales. A la invisibilidad de los globales, los “espacios vacíos” de sentido de los templos del consumo le agregan la invisibilidad de la suciedad y la escoria local, en una tercera modalidad a las que descubrió Lévi-Strauss ( la antropoémica y la antropofágica, “vomitar” y “devorar”) para tratar lo intratable de la alteridad del Otro. Mientras más crece y se difunde la uniformidad de los individuos “individualizados”, y más fluidos y frágiles son los vínculos sociales, más se despierta el miedo ante los extraños y desconocidos; sobre este horror al Otro se montarían las políticas segregacionistas y de pureza étnica (y de clase, además) que recorren la modernidad “líquida”.
En contraste con las antiguas culturas, la era de la globalización fluida abomina de lo eterno y duradero y rinde culto (o cultiva) a lo efímero y transitorio, a la mortalidad del cuerpo sacralizado – último reducto de la seguridad – por innumerables técnicas de ortopedia y longevismo que la sociedad disciplinaria de Foucault jamás imaginó. La vigilancia ahora se ejercería en el límite entre el cuerpo y el mundo exterior, prestando suma atención a los orificios y las superficies de contacto. La gratificación de la satisfacción instantánea, leve y ligera como el aire acondicionado y fugaz como las noticias que caducan ni bien se emiten, evita cualquier consecuencia ulterior y se prefiere a la duración y a lo sólido, de la misma manera que el gigantismo industrial y las tecnocracias territoriales (lentas y pesadas) se debilitan en su poderío ante los teléfonos celulares y las computadoras portátiles de los globales desterritorializados en red comunicacional. Como ya han señalado Debord y Virilio, viviríamos en un permanente presente, sin pasado ni futuro. La experiencia de esta cultura de lo fluido y la instantaneidad, en la que el capital trasnacional se disemina por todas partes y por ninguna, para Bauman se asemeja a la de los pasajeros de un avión que en pleno vuelo descubren que no hay nadie en la cabina del piloto. La idea de progreso no se ha esfumado sino, también, se ha desregulado y privatizado; ahora el que progresa es el individuo, siempre y cuando pueda controlar un presente laboral plagado de contratos breves e inciertamente renovables. Las nuevas imágenes físicas del universo colaboran poco con esto a decir verdad, ya que si antes Dios no jugaba a los dados (como decía Einstein) ahora los dados juegan con Dios; la teoría del caos y de las catástrofes, la mecánica cuántica y otras entidades aleatorias como el principio de incertidumbre, implican un altísimo grado de indeterminación y casualidad en los procesos del mundo. Por esto, al tornarse el futuro un laberinto, el azar y la sorpresa derrotarían a la Razón.
La incertidumbre de la modernidad posmoderna, por otro lado, eleva la presión individualizadora; y en buena medida, a trasluz del empleo precario y flexibilizado, nadie sabe qué destino le aguarda. El trabajo, que la modernidad sólida estimaba como fuente de riqueza, ya no ocupa el centro de la producción, sencillamente porque ésta ya no coordina el beneficio capitalista en la economía de mercado. Bauman sostiene que la principal fuente de ganancias son las ideas, las cuales se producen sólo una vez, y no los objetos materiales que se reproducen en conformidad con las primeras y en función de los consumidores reales o potenciales, con respecto a quienes la fuerza de trabajo o el número de trabajadores contratados es un aspecto secundario. La ética protestante del trabajo en los términos de Weber, como ya lo adelantó Bell a mediados de los ‘70, se desmorona poco a poco en confrontación con la estética del consumo que promete satisfacción inmediata (al menos desde la invención de las tarjetas de crédito) en vez de la postergación indefinida de la gratificación del consumo. Pero ésta, en opinión de Bauman, se parece mucho al pharmakon de Derrida, en cuanto es una droga que cura y envenena a la vez y que por esto mismo debe suministrarse en pequeñas dosis, de tal modo que nunca se alcance una gratificación plena sino siempre un nivel gratificante que no termina nunca de gratificar. La incertidumbre y la inseguridad que emanan de la precarización del empleo, además, se agravan cada vez con cada innovación tecnológica. El desempleo estructural enseña, sin sombra de duda, que en la sociedad de consumo globalizada todo es desechable – la “sociedad-kleenex” de Lipovetsky -, los seres humanos incluidos, y que por lo tanto lo razonable ( ya no lo “racional”) consiste en gratificarse con lo que se pueda y aquí y ahora -es decir, no future, la profética consigna punk.
El Estado-nación que sobrevive a la acción disolvente de los globales, para colmo, ya no llama a sacrificar la vida individual en su desacreditado nombre. De acuerdo con Hobsbawn, citado por Bauman, a menos que un Estado nacional tenga petróleo, es muy fácil y barato comprar al gobierno de turno, separarlo de la nación e integrarlo bajo el rol de gendarme a la globalización “líquida”. El Estado-nación se cava su propia tumba al plegarse a las fuerzas globales que regimentan la economía de mercado mundial, abandonando la “movilización” de las naciones, para legitimarse; en cuanto aquel, por definición, está confinado al territorio, carece de medios eficaces para detener y controlar el libre juego fluido y ultraveloz del tecnocapitalismo extraterritorializado. Por eso, desde el punto de vista de Bauman, la globalización es sobre todo un desafío ético planetario que convoca a crear las instituciones (un derecho internacional, insistía el último Derrida) capaces de obturar los canales de expansión de las fuerzas globales y someterlas a supervisión política y ética. O, dicho de otro modo, no existen soluciones locales a problemas globales. En esta tarea crítica, los enemigos de Bauman son los partidarios de la Endlosung ( “solución final”), los “panglossianos” ( de Pangloss, el leibniziano personaje del Cándido de Voltaire, quien cree que vive en el mejor de los mundos posibles) como Fukuyama, cuya tesis acerca del “fin de la historia” – si bien en la versión edulcorada del neoliberalismo, hay que decirlo – quiere culminar el devenir histórico en una sociedad injusta y humillante para la mayoría como si se tratara de la glorificación de la humanidad.
4. Una utopía sin topos
En La sociedad sitiada (2002), una de sus obras más logradas, Bauman entiende que en los tiempos pospanópticos no hay forma de control social más eficiente que la incertidumbre y la inseguridad que azota a las sociedades de la modernidad “líquida”; pero, además, no se han extinguido los medios “sólidos” de mantener a los excluidos y parias aislados a cierta distancia. Lo transitorio y frágil de los vínculos sociales y humanos (las relaciones amorosas, por ejemplo) parece ser la mejor opción en un mundo fluido e inestable a velocidad creciente que exige a los individuos “individualizados” un máximo de flexibilidad y de adaptación. Con todo, mientras éstos cada vez más amplifican sus “libertades”, más impotente se vuelve la sociedad como “bien común” o espacio público en ausencia de un ágora que reúna los intereses privados con los colectivos, con el resultado de la pérdida de autonomía tanto de los individuos como de la sociedad, por igual incapaces de cambiar nada del estado de las cosas. Más bien sucede a la inversa. El impacto mundial de programas televisivos como Big Brother o The Weakest Link (“el eslabón más débil”, una competencia de equipos por dinero donde se eliminan uno a uno a todos los compañeros) se debería a que simplemente en ellos se celebra, por medio de un rito de laboratorio massmediático, la desechabilidad de los seres humanos tal y como ocurre en lo real; estos juegos de exclusión premian al que sobrevive a costa de dejar de lado cualquier otro valor que no sea ganar. El mensaje es claro: no hay opción para los individuos que no sea triunfar en la competencia de todos contra todos -en el fondo, una parodia de retorno al “estado de naturaleza” hobbesiano (si alguna vez no fue otra cosa) en términos sólo económicos.
El espacio nómada de los negocios globales se encuentra así casi completamente fuera de coordenadas ético-legales, y del alcance institucional del Estado-nación y sus principios democráticos. La abolición de impuestos y vallas al libre comercio de la iniciativa económica del capital global, que afecta a zonas enteras del planeta, bastarían para imponer el dominio que en otras épocas sólo se lograba comprando empresas nacionales o por acciones militares de ocupación territorial. La precariedad de los circuitos económicos locales no sólo sería el factor decisivo para disuadir de cualquier resistencia al poder global, como indica Bourdieu, sino la cláusula de garantía para que los inversores reterritorialicen el capital orbital con expectativas absolutas de ganancia. La globalización sólo existe, a juicio de Bauman, a condición del quiebre y el vaciamiento de la soberanía del Estado-nación; en realidad, por poco que se piense, no podría ser de otra manera en que el capital globalizado fluye irrestrictamente imponiéndose como sistema de incertidumbre mundial. Con todo, para Bauman, el ataque terrorista sobre el Word Trade Center muestra a las claras que ya nadie, ni la potencia tecnológica y militar más poderosa y rica de la tierra, están en posición de desvincularse del resto del mundo. A la extraterritorialidad del capitalismo global, por lo tanto, lo acompaña como su sombra la inseguridad como problema extraterritorial que difícilmente se resuelva (como proclama la administración Bush) por medios territoriales. Los atentados terroristas del fundamentalismo islámico le deberían mucho a la inseguridad provocada por el mismo flujo del capital global, cuya ley “líquida” requiere de espacios virtuales y reales desregulados y exentos de intervención política o legal.
La inseguridad global, que sólo en segunda instancia se expresa como inseguridad personal, se haría por completo posible en un espacio globalizado que se caracteriza por una estructura de frontera. En éste ya no cuenta la delimitación del terreno o del territorio, sino la velocidad y la astucia de los movimientos -es una guerra de fronteras, donde las batallas y ocupaciones territoriales no aseguran la victoria definitiva, ya que los enemigos son extraterritoriales y tan flexibles y flotantes como sea necesario. Los terroristas estarían tan interesados como aquellos que los combaten en mantener el desorden mundial generado por el flujo del capitalismo global; esa sería una de las más importantes razones que imposibilitan ganar la guerra contra el terrorismo, ya que los adversarios comparten el interés de conservar el espacio de frontera de la globalización. Sin una política global que sujete a los Estados-nación y al capital trasnacional bajo el imperio de una ley universal, los terrorismos de cualquier signo (estatal o no) se encuentran con las condiciones óptimas para desplazarse y propagarse en una tierra de nadie cuyas fronteras se han volatilizado. Al decir de Baudrillard parafraseando a Clausewitz, la guerra declarada por el bloque anglonorteamericano al terrorismo es la continuación por otros medios de la “ausencia de política” global -o también, incluso quizá, recordando a Foucault, la no-política como continuación de la guerra económica introducida por el poder de los globales a escala mundial. Bauman, en cualquier caso, cree que la coalición antiterrorista ha contribuido más todavía a la anarquía y al caos de la frontera planetaria, y también a fortalecer la doctrina posmoderna (spenceriana, a decir verdad) del “individuo contra la sociedad”.
En otros términos: se acabaron, en la era de la globalización, las estatuas de la libertad que saludan a las masas oprimidas y empobrecidas al llegar a la tierra prometida de la modernidad. Si la Declaración de la Independencia de los EEUU estableció en el siglo XVIII que la felicidad era un derecho universal, hoy aquella promesa aplazada incesantemente para el porvenir está en duda; el optimismo del progreso ya no se asocia con el telos de la libertad y el bienestar humano, sino con un automatismo tecnicista sin propósito que gira sobre sí mismo. Para Bauman, parece muy improbable que el desencadenamiento del proceso tecnológico se detenga en algún punto, una vez realizada su finalidad, simplemente porque no tiene ninguna sino sólo su propia autogeneración sin fin. El progreso tecnológico (y esto lo ha adivinado, pese a su propia ideología, Stephen Hawking) no soluciona todos los problemas; por el contrario, los multiplica, y en primer lugar los creados por las mismas tecnologías que llevan en sí mismas sus propios desastres. Más todavía: la hipótesis del Armagedón, la cual postula que en cierto grado de su desarrollo una civilización tecnológica se autodestruye, alerta acerca de lo único que detendría la evolución sin finalidad de la tecnología. Lo mismo sucedería con el consumo que ha dejado atrás la relación de medios a fines para constituirse como su propia finalidad sin fin, en un remedo de la estética kantiana pero sin nada sublime. El sistema económico del consumo funciona a base de reducir el tiempo entre el uso del objeto y su conversión en basura; en el extremo, se producen ya como ésta de entrada, con lo que a mayor desarrollo de la economía consumista, más desechos y no sólo de cosas.
La felicidad del consumidor líquido-moderno – o mejor: el olvido de ella – se alcanzaría por el placer instantáneo de obtener sensaciones del objeto y no por la posesión de él; el valor de uso se ha subsumido en su valor de gratificación, aunque ya se adelantaría algo de ello en el acto de comprar como promesa de placer. El consumidor no cesa nunca de recomenzar en la búsqueda y el consumo (una actividad totalmente destructiva) de nuevas experiencias sensoriales. Hacia la primera década del siglo XXI, según datos de Attali que recoge Bauman, habrá a cada instante más de 2.000 millones de televisores encendidos a la vez en todo el mundo, de modo que no se sabrá del todo en que difiere éste de su imagen televisada bajo los códigos de captura de lo real de la economía de mercado. Los televidentes globales de la sociedad de individuos están unidos por su aislamiento y soledad, por el egocentrismo que se refugia en el consumo o el entretenimiento estandarizado antes que por el acercamiento a los otros que padecen los mismos problemas “personales” que ellos. La televisión sería un agente primordial para metamorfosear lo exterior en interior, los problemas sociales en dramas subjetivos, lo político en secuencias biográficas. El ágora que Bauman propicia ( quizá ingenuamente) como renacimiento de la política, traza, en cambio, un espacio público-privado de traducción continua y doble de los asuntos privados en públicos, de los intereses colectivos en derechos y obligaciones individuales, y para el cual la televisión -como promotora de políticas de vida en vez de sociales ( con todos sus ídolos teleópticos confundidos con líderes de opinión o de la buena vida individual)- no comporta más que un obstáculo insalvable.
En la modernidad “líquida”, los medios de comunicación de masas suspenden el mundo en una serie de acontecimientos inconexos y discontinuos tan contingentes como nebulosos, cuya función consistiría en hacer del ciudadano parte de un “público” difuso que presencia el espacio público ( o lo queda de él) como un consumidor de eventos “reales” y ya no como actor social. Al menos, desde la terminal de las redes comunicacionales, el consumidor puede sentirse bajo protección ante la incertidumbre global, pero – como dice Bauman – hay cierta afinidad entre “hacer el mal” y “no resistirse a él”. En la medida que todos somos espectadores locales y globales, el espectáculo mundial del sufrimiento y la desdicha de la mayoría de la humanidad, si es que no optamos por la insensibilidad (una posibilidad nada desdeñable, por otro lado), nos obliga a expiar culpas y a justificarnos de algún modo, pese a que cada uno se sienta del todo inocente de la barbarie globalizadora. Como afirma Petrüska Clarkson, citada por Bauman, la inocencia no es excusa para abrazar la inacción ante el dolor humano. El prólogo de Sartre a Los condenados de la tierra de Fanon ya puso en debate, en otra época, la cuestión de la responsabilidad ética del espectador de monstruosidades; en todo caso, quizá sin la indiferencia del “público”, muchas de las atrocidades contemporáneas se hubieran evitado o no habrían llegado demasiado lejos. Bauman piensa, en efecto, que sobre el espectador pesa la culpa por omisión, de la cual ningún veredicto legal lo exime, y la infracción a la incondicionalidad de la responsabilidad humana ante el Otro que aprendió de Levinas. La “teleciudad” tiene como consecuencia el aflojamiento de la capacidad de discriminación y, al fin, el adormecimiento.
De modo similar a los comienzos de la modernidad, el capitalismo global (es decir, una red supranacional de capital, saber y capital de saber) ha impuesto sobre los hombres el “nexo del dinero” como prácticamente el único de modo de enlace social, más allá del radio de acción y la legalidad del Estado-nación y de toda mesura ética. La elite global móvil no responde más que a las reglas de la economía de mercado mundializada, desatando fuerzas económicas que pueblan la tierra de hambre y desechos humanos. Los estallidos de antiglobalización, que se suceden periódicamente en todas partes del planeta y sobre todo en los enclaves locales de la extraterritorialidad de los poderes globales, parecen la única alternativa posible ante la pasividad y el silencio de la sociedad de los individuos. A diferencia de los constructores de la modernidad “sólida”, la elite global “líquida” no tiene ninguna misión histórica ni cultural que cumplir, ni le interesa convencer a las masas ni a sus ejecutores técnicos de nada, ni menos aún administrar o gobernar el nuevo “orden” mundial. Se trataría de una utopía sin topos, sin territorio, que ha agotado el mundo, sellado cualquier acceso a un “afuera”; o, como afirma Bauman en Identidad (2005), un mundo sin valores que pretende durar eternamente. La disfunción máxima, según esto, de la economía capitalista globalizada a través de la dominación política, militar y tecnológica de Occidente a nivel mundial, se concentra en la producción planetaria de desechos humanos, ya no en la explotación que denunciara Marx en el siglo XIX a través del “plusvalor”, sino en la exclusión progresiva de amplias masas de indigentes y miserables a los que se les niega cualquier identidad. Ellos son la “clase inferior” de la globalización.
5. Biopoder y enajenación
Bauman observa que estos parias planetarios, que emergen hasta en las grandes metrópolis globalizadas, forman el ejército de los que han sido despojados de su bios y degradados en zoé, en conformidad con las categorías que toma del Agamben de Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida I. No obstante, Bauman no desarrolla lo suficiente el concepto de biopoder que extrae de Agamben más que de Foucault, lo cual hubiera completado su diagnóstico no sólo acerca de los residuos humanos generados por el vuelo rasante de los poderes globales, sino en especial la comprensión del Estado-nación y sus dificultades para torcer la violencia y la impunidad de las reterritorializaciones de aquellos. Para Agamben, las palabras griegas bios y zoé designan dos modos de vida: el último, el simple hecho de vivir (común a dioses, hombres y animales), y el primero, la forma o manera de vivir propia de un individuo o un grupo. El “umbral de modernidad biológica”, que marca el nacimiento del biopoder, se produce cuando la especie y el individuo como simple cuerpo viviente, como zoé, se sitúa bajo el objetivo de las estrategias y técnicas políticas del poder soberano del Estado-nación. El biopoder, por consiguiente, lleva adelante una animalización del hombre (una singularidad, según el Agamben de La comunidad que viene), una reducción a mera vida biológica, a “nuda” vida; es decir, a zoología.
La historia del biopoder, en el estudio de Agamben, comienza con el homo sacer romano – el primer paradigma del espacio político de Occidente – cuya doble naturaleza de “sagrado y maldito” se incluye en el orden jurídico bajo la figura de la exclusión. Este esquema de exclusión inclusiva está a la base del concepto de poder soberano elaborado por Schmitt, ya que como afirma en La dictadura o Teología política, soberano es aquel que decide sobre el “estado de excepción”. El Estado moderno precisamente se funda, como “dictadura revolucionaria”, sobre la relación de excepción, la inclusión que excluye, en tanto estructura político-jurídica originaria que localiza y fija el Nomos de la tierra. En otras palabras, la ley soberana presupone lo no jurídico (el caos), incluyendo a la vida como una excepción en el derecho que se suspende normativamente – se aplica desaplicándose - para sostenerse en cuanto ley. Con el Estado moderno del biopoder, que convierte el “estado de excepción” ( economía de guerra, estado de sitio, conmoción interna, etc.) en regla, al decir de Benjamin, irrumpe la tendencia a la indiferenciación de la exclusión y la inclusión de zoé y bios que mantenía separados el viejo poder soberano en la figura de la exclusión inclusiva, hasta que la zoé se pone como bíos, la “nuda” vida como forma de vida; la democracia, en este sentido, es el bíos de la zoé. En el pensamiento de Agamben, el “estado de excepción” (que la administración Bush extiende al planeta) define el concepto límite de la doctrina del Estado y del derecho, en cuanto limita con la propia vida y la incluye-excluye como zoé. El Estado-nación, por lo tanto, arraiga en el corazón de la “modernidad biológica” desde el mismo momento que coloca como objeto de sus técnicas políticas a la mera vida, a la zoé biológica.
Bauman conoce estas tesis de Agamben, pero corta el hilo de la delgada línea que separa la inclusión de la exclusión – en la que se apresa a la nuda vida – del “estado de excepción” y del poder soberano del Estado moderno. La coincidencia de la zoé con el espacio político del Estado-nación, para él, en tanto práctica del biopoder, no tiene vigencia en la era de la globalización. Del mismo modo que el Estado-nación cede sus funciones económicas y socio-culturales a las fuerzas globales de la economía de mercado desregulada, también lo haría con las técnicas anatomopolíticas y biopolíticas descriptas por Foucault. Los desechos humanos planetarios (emigrantes, refugiados, mendigos, desocupados, etc.) serían la nuda vida – la zoé – generada por el capitalismo global de la modernidad “líquida”, y en relación con lo cual el Estado-nación sólo presta el servicio de guardián de la ley. Esto significaría que los globales por sí mismos y sin ayuda del poder soberano deciden acerca del “estado de excepción”, lo que parece bastante difícil de aceptar. En tanto no existe un superestado universal de la elite global, el Estado-nación como biopoder necesariamente sigue funcionando como productor concreto de nuda vida y el único agente capaz de la “fuerza de ley” necesaria para hacer respetar las banderas sombrías del “estado de excepción”, como lo demuestra sin ir más lejos la administración Bush en su asalto planetario. La complicidad del Estado-nación con el saqueo global posibilita el sostenimiento de las técnicas de la modernidad biológica, y ya no para sustentar su poder soberano, sino para atarlo al carro del vencedor globalizado del viejo Nomos de la tierra.
No obstante, recurriendo al Marx de los Manuscritos, en el concepto de trabajo enajenado se ofrecería la clave del carácter instrumental de la técnica y la destrucción de la tierra; esto en tanto convierte al trabajo como actividad vital del hombre, con la cual se construye a sí mismo (y de este modo al mundo) en un medio de sobrevivencia. El trabajo como producción histórica de la vida propia del hombre, aquello que distingue al hombre del animal, al transformarse en un medio de subsistencia por efecto del incremento de apropiación de la naturaleza (ésta deja de ofrecer víveres inmediatos), se vuelve externa al trabajador; la vida productiva aparece sólo como medio de vida -lo animal se convierte en lo humano y a la inversa. El trabajo enajenado se revela sólo como un medio, puro instrumento exterior, ajeno al trabajador, para satisfacer necesidades (artificiales o no) fuera del trabajo. Si la actividad productiva misma consiste en la enajenación de la actividad vital humana, los instrumentos de la producción - la técnica, la tecnología – entonces también se han enajenado. Por consiguiente, el trabajo como medio para fines de satisfacción de la vida individual hace de la naturaleza algo exterior al hombre (cuando para Marx aquella supone el “cuerpo inorgánico” de éste). De todo ello, la propiedad privada resulta la consecuencia inexorable, la realización de la relación externa del trabajador con el trabajo, con la naturaleza y consigo mismo y, a la vez, también, el medio por el cual el trabajo se enajena, por el cual se actualiza la enajenación.
El trabajo enajenado delata la vida enajenada de la vida, la vida que se toma a sí misma como medio de vida. En cuanto medio exterior al hombre, organizaría el mundo de la instrumentalidad técnica con el fin de dominar la naturaleza a favor del régimen de propiedad privada. Del mismo modo que el trabajador se relaciona con el producto del trabajo como un objeto ajeno que lo domina, lo hace con la técnica, hasta el punto de ponerse como objeto. El carácter de medio para fines de la técnica no nacería (al menos directamente) de la interpretación antropológica del mundo, como quiere Heidegger, sino de la enajenación del trabajo. En una palabra, el mundo se ha deshumanizado.
Publicado originallmente en revista La Biblioteca, n° 6, primavera de 2007.
Bibliografía y notas
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Bauman, Z., Vida de consumo. FCE, Madrid 2007. En Vida de consumo, Bauman prolonga el concepto de “fetichismo de la mercancía” del objeto al sujeto, cerrando así una totalidad ontológica del modo de producción capitalista que el pensamiento marxiano había sugerido o vislumbrado. Ahora, en la sociedad consumista o “líquida”, la cosificación o reificación de las relaciones sociales ha integrado a los sujetos como mercancía, pero ya no como la más miserable de todas, según decía Marx en los Manuscritos económico-filosóficos respecto del obrero industrial, sino como la más suntuosa y sofisticada. En la sociedad de consumidores, afirma Bauman, nadie accede al estatuto de sujeto sin antes convertirse en un producto de consumo, según todas las cualidades y funciones de éste fijadas por las mercadotecnias. La vulgata marxista, que restringía la lógica fetichista de la mercancía a la compra-venta de la “fuerza de trabajo”, se sostenía en la ilusión (como dice Polanyi y otros) de la separabilidad entre aquella y el mismo sujeto que la ofrecía en el mercado. En la sociedad consumista esa subjetividad ideal (tan poco afín a la enajenación descripta por Marx, por otro lado), la cual todavía mantenía un resto subjetivo liberado de la transformación del trabajo en mercancía, si existió alguna vez, toca a su fin. Entiende Bauman que, al igual que el fetichismo de la mercancía ocultaba las relaciones sociales de producción en la sociedad de los productores (o modernidad “sólida”), el “fetichismo de la subjetividad” del sistema del consumismo encubre que la realidad misma ha mutado en mercancía, en objeto de consumo. La colonización de los vínculos humanos por patrones y modelos de acuerdo a la funcionalidad del mercado, la conversión de los sujetos en productos consumibles, deseables y deseados, es la principal característica de la sociedad de consumidores. Para que esto fuera posible, según Bauman, se enajenó el deseo de los individuos (del mismo modo que se hizo necesaria la enajenación de la “fuerza de trabajo” en el capitalismo de la producción) para que ya no se orienten por la gratificación de los deseos sino por el aumento del volumen y la intensidad de estos en un espiral de perpetua insatisfacción. La utopía consumista promete a los consumidores, por primera vez en la historia, la felicidad terrenal, instantánea y perpetua, sólo que para sostener su promesa debe renovar insaciablemente los objetos de consumo. El propósito fundamental del consumismo consistiría en elevar a los consumidores, como broche final de ese círculo reproductivo del capital que señalaba Marx, a bienes de consumo por medio de éste mismo. El valor de la venta del sujeto consumidor, el ascenso de categoría social, se traduce como el motor del consumo. En la sociedad consumista, el poder soberano, en tanto posee la facultad de excluir (en el sentido de Carl Schmitt, apunta Bauman), ha pasado al mercado de bienes y servicios, cuya soberanía utiliza al Estado para sus fines. El despilfarro y la anarquía que el pensamiento marxiano hallaba en el capitalismo ahora ha dejado lugar al exceso y al desperdicio, a la velocidad con que se crean y se dan de baja nuevas necesidades. El tiempo del consumismo no es, según esto, ni cíclico ni lineal sino un puro presente, un ahora ininterrumpido, en el que vive una humanidad sincrónica. Fuera de ella, como una amenaza a los que se resisten o no saben venderse, está la “infraclase” de los excluidos, de los consumidores fallidos, de los pobres y marginales. Esos residuos que Bauman no se cansa de sacralizar como el Otro, la verdad inversa de la sociedad de los consumidores.
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