top of page

El fin del horizonte de la revolución en Herbert Marcuse

MARCUSE Y LA ERA DE LA CONTRARREVOLUCIÓN

RUBÉN H. RÍOS

En 1979, a la edad de setenta y siete años, muere en Starnberg, Baviera, Herbert Marcuse, filósofo y teórico de la primera Escuela de Frankfurt, y uno de los últimos grandes críticos del capitalismo, desde la figura – hoy agotada o, al menos, en crisis – del engagement, del “intelectual comprometido”. Marxista, freudiano a su modo, critíco del marxismo soviético, alumno directo de Husserl y Heidegger, estudioso de Hegel, escribió una obra tensionada por lo político, a veces abiertamente coyuntural. Eros y civilización (1955), El hombre unidimensional (1964) y El final de la utopía (1967) quizá conforman sus trabajos más conocidos, pero es en Contrarrevolución y revuelta (1972) – uno de sus últimos libros – donde Marcuse adquiere una inesperada vigencia, casi visionaria, profética.

En este libro, que reúne conferencias dictadas en 1970, Marcuse dedica la mitad primera (“La izquierda y la contrarrevolución”) a un análisis del estadio histórico y de la situación sociopolítica imperante en Estados Unidos, y luego del capitalismo mundial. Su interlocutor inmediato es la disuelta Nueva Izquierda norteamericana, a la que dirige cargadas advertencias, y aunque sus reflexiones se circunscriben con rigor metodológico a las sociedades capitalistas avanzadas, eso no impide bruscos saltos e imbricados desplazamientos que involucran al universo capitalista en su conjunto, de la metrópolis a la periferia, y a las izquierdas que en ellas operan.

Son muchos los interrogantes que Marcuse coloca, preventivamente, en las distintas instancias de su pensamiento que no permiten tomarlas como estrictos enunciados, pero es en la premisa de sus hipótesis donde no hay dudas, y que postula en el mismo inicio de Contrarrevolución y revuelta. “El mundo occidental” – escribe – “ha llegado a una nueva etapa de su desenvolvimiento: ahora, la defensa del sistema capitalista requiere la organización de la contrarrevolución, tanto en casa como fuera. En las manifestaciones más extremas de esta defensa, se practican horrores como los del régimen nazi”. Poco más adelante, agrega: “Esta [la contrarrevolución] abarca todas las posibilidades, desde la democracia parlamentaria, a través del Estado policiaco, hasta la dictadura abierta. El capitalismo se organiza para enfrentarse a la amenaza de una revolución que sería la más radical de todas las revoluciones históricas, la primera verdaderamente mundial e histórica”. Esto, para Marcuse, afectaría también al socialismo “real”.

Era de la contrarrevolución, entonces, que Marcuse anuncia en el umbral de la década de los 70, cuando aún subsisten en el orbe del capitalismo avanzado los ecos del Mayo francés del ’68, y en los países latinoamericanos surgen fuertes movimientos populares de liberación y proyectos de transformación social. Algunos años después todos ellos han sido cruentamente disueltos, y la última revolución que se ha producido de signo no capitalista, la revolución del 19 de julio de 1979 de Nicaragua, ha sido cercada, hostigada y truncada. El resto del subcontinente conoció la opresión de sempiternas dictaduras militares o el alivio de democracias condicionadas, tanto por una acromegálica deuda externa como por las guardias pretorianas de Occidente. Democracia que, en suma, es el máximo nivel de expresión política que han podido alcanzar las sociedades latinoamericanas. Más lejos todavía del horizonte de la revolución se muestran Estados Unidos y Europa, o los países orientales que se inclinan crecientemente a una suerte de nacionalismo islámico.

Esta imposibilidad de la revolución o esta postergación indefinida que pone en cuestión el mismo concepto de revolución, para Marcuse tiene su origen en el proceso de recomposición del capitalismo que comienza después de la Segunda Guerra Mundial, y que se caracteriza por una dinámica de concentración económica y política “sin precedentes”. Se sabe: el capital monopólico se orientó hacia una ampliación territorial – transnacionalización – de la base de masas productoras de plusvalía, hacia una extensión más allá de la clase obrera industrial que integró amplios sectores (el de los servicios, la inteligentsia, etc.) en un modo de producción cada vez más tecnificado. Podría definirse como una red, ya totalmente alienada, cuyo entretejido reproduce coordinadamente el capital, que está en todas partes y en ninguna: “la plusvalía absoluta”, se maravilla Marcuse. Fase superior del imperialismo que digitaría (“a su imagen y en función de sus intereses”) al mundo occidental entero, interviniendo y eliminando las resistencias allí donde hubiera; y neutralizando a las izquierdas asimilándolas al juego parlamentario, con lo que suscitaría (“el socialismo ya no parece ser la negación definitiva del capitalismo”) la crisis ideológica y política en la que hoy estas se encuentran, ante un poder omnímodo y, frecuentemente, contando con la apatía de las masas.

El diagnóstico de Marcuse del dispositivo de dominación contrarrevolucionario y de sus virtuales efectos es, en mucho, coincidente con la actual situación que se vive en las sociedades occidentales. Atmósfera posmoderna que, como una espesa gelatina, recubre de desesperanza y desencanto el fin de las posibilidades de superación del sistema capitalista. Proliferación de los controles, distanciamiento espectacular del poder político, captura del individuo (“al ser humano completo – inteligencia y sentido –“) en los circuitos reproductores de los valores y metas del statu quo que filtran (o cierran) cualquier transición posible al socialismo o a la liberación antiimperial en la llamada periferia. “El ámbito del capital” – dice Marcuse – “que abarca todas las dimensiones del trabajo y del descanso, domina a la población subyacente por medio de los bienes y servicios que produce y mediante un aparato político, militar y policiaco de una eficacia aterradora”.

Transparencia del poder (“ya no es siquiera hipócrita”), multiplicación de la explotación capitalista, obturación del horizonte revolucionario, era de la contrarrevolución, en la que la izquierda “tiene su terreno de operaciones”, según Marcuse. A ella, en esta etapa, le solicita acabar con “la petrificación de la teoría marxista” porque “una teoría que no se ha puesto al día con la práctica del capitalismo, no puede servir de guía a una práctica encaminada a abolirlo”; llama a “la suspensión de conflictos ideológicos prematuros (u obsoletos), en beneficio de la tarea más importante que consiste en hacer crecer la fuerza numérica” y advierte sobre “la predominancia de una conciencia reformista en las clases trabajadoras”. Para Marcuse, en síntesis, la tarea de las izquierdas en la contrarrevolución es probar nuevas estrategias revolucionarias, abandonando las que han fracasado, con una exigencia esencial: “democracia directa”.

En cualquier caso, Marcuse concluye su análisis con una visión pesimista de la evolución contrarrevolucionaria en el mundo occidental: el establecimiento del fascismo. Posibilidad que inserta dentro de las contradicciones capitalistas, y que concibe como una etapa de su colapso final, aunque destruyendo indefinidamente toda fuerza revolucionaria: “El concepto de un periodo regresivo” – escribe – “de barbarie frente a la alternativa socialista – barbarie basada en las conquistas técnicas y científicas de la civilización – es central dentro de la teoría marxista. Por el momento, la iniciativa y el poder están en la contrarrevolución, que muy bien puede terminar con esa civilización bárbara”. Imagen apocalíptica, es cierto, pero también anticipatorio registro de un sistema de poder que se ha transformado, cada vez más, en un andamiaje protofascista, en un aparato semitotalitario de control y represión, que ha congelado el capitalismo y la historia. Vigencia de Marcuse que, en una época oscura, recupera el sueño de la revolución ya no como un determinismo mecanicista, sino como la única salida de un mundo de pesadilla.

Publicado en el semanario El Periodista, n° 162, octubre de 1987, página 32, con el título “El filósofo como profeta”.

bottom of page