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Manuel Puig o la mujer araña

EL "DEVENIR MUJER" DE MANUEL PUIG

RUBÉN H. RÍOS

Sexualidad y política, cine y vida, ficción y realidad, quizá no anudan en la obra literaria de Manuel Puig (1932-1990) pares de opuestos, los términos fungibles de una dialéctica descarnada, unos compartimentos estancos, los hemisferios escindidos del sueño y la vigilia, sino la tensión misma de una experiencia histórica y vital que todavía no se ha resuelto. Monumento glamoroso y ríspido de una época de convulsiones y clausuras, estrépito de la palabra y de las imágenes de la cultura de masas, testimonio espléndido del fin de la novela y del autor, la literatura de Puig (aborrecida por los censores argentinos de derecha y de izquierda, fascinante para los lectores europeos y neoyorquinos) disimula entre sus luminosos pliegues una bomba de tiempo. Si es así, la hermenéutica de los afectos (de cierto aire freudiano) que desarrolla la sólida biografía de Suzanne Jill-Levine – traductora al inglés de las tres primeras novelas de Puig –, Manuel Puig y la mujer araña (Seix Barral, publicada inicialmente por University of Wisconsin Press), ha hecho lo necesario para que ésta explote como un corazón demasiado apasionado, como la verdad última de un escritor atrapado en la telaraña de la cultura.

Uno de los estudios críticos pioneros sobre la poética de Puig, Sobre La traición de Rita Hayworth (1986) de Alan Pauls, ya señalaba la magia literaria que lo hace desaparecer como narrador detrás del flujo de la oralidad de su escritura, de las formas cristalizadas de la lengua, de los géneros o subgéneros de la palabra escrita, de los iconos de masas de Hollywood. En ese estudio, el camp, el distanciamiento irónico de la materia prima del kitsch (quizá la categoría más problemática de la estética moderna), el melodrama, el monólogo de conciencia o el uso del diálogo que caracterizan a la obra de Puig, aparecen como registros de una ausencia. De fondo, posiblemente Pauls percibía un escamoteo o un velamiento extraño: aquello que se muestra al no mostrarse. Esta paradoja es lo que Jill-Levine, en definitiva, se esfuerza por poner de relieve en la constitución de Puig como sujeto y artista, como cuerpo deseante y criatura política, desde la infancia provinciana en General Villegas, marcada por el cine (en especial por las divas de Hollywood de los años 30 y 40) y la mirada de la madre sobre la pantalla, con quien se identifica, hasta los últimos días en Cuernavaca conviviendo con ella y una copiosa videoteca.

Esto es, la homosexualidad y la impronta materna yace en la base del gusto de Puig por el reciclado de los productos de la cultura popular, en tanto ha “devenido mujer” (al decir de Deleuze) gracias o en relación a ella, la madre. No se trata, en cualquier caso, a pesar de la influencia posible del pop-art, de una opción estética avant-gardé o de técnicas narrativas seleccionadas del supermercado de la novela. Según Jill-Levine, la sensibilidad femenina de Puig era auténticamente camp, casi naif, incluso en su prolongada melancolía de una pareja – un “matrimonio” – estable. Además, como cinéfilo, no se interesaba demasiado por las películas cultas o de autor, sino por las actrices y por lo que había de personal en sus personajes (como la psicosis de Vivien Leigh encarnando a la Blanche psicótica de Un tranvía llamado Deseo), y por los viejos melodramas. Escribir para él, que había estudiado cine y trabajado en filmaciones en la Roma de la Cinecittá neorrealista y los paparazzis de los años 50 (la autobiografía de la infancia y primera novela, publicada en 1968, La traición de Rita Hayworth, fue originalmente un guión), significaba una terapia, un acto de des-subjetivación y de conocimiento, un modo de purificarse de voces y fantasmas. Puig hace síntoma en su literatura; es decir, se muestra al no mostrarse, al sustraerse tras los pliegues lujosos de la lengua y la industria cultural de masas que lo han conformado.

Nómade infatigable desde 1956, cuando abandona el país con una modesta beca para estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografía, los viajes y el exilio permanente (París, Los Ángeles, Nueva York, Londres, Río, Cuernavaca) más que nada rubrican la imposibilidad de adaptarse a la moral erótica y el autoritarismo político de la sociedad argentina, pero también el destino de aquel que se siente – como el Mersault de Albert Camus o el Cónsul de Malcom Lowry – extranjero en el mundo. Pocos amigos íntimos o quizá uno solo (el guionista y escritor italiano Mario Fenelli), un puñado de escritores con los que se relacionó en Buenos Aires entre 1967 y 1973 (Beatriz Guido, Silvina Ocampo, Osvaldo Lamborghini, Luis Gusmán, Germán García), algunos aliados en el mundillo de la literatura internacional (Cabrera Infante, Juan Goitysolo, Severo Sarduy, el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal), y muchas cartas – coloquiales, teatrales, verborrágicas – de por medio, y también amantes esporádicos o casados, delimitan ese círculo de fuego que Puig vulnera sin cesar a través del viaje y del rito – muchas veces solitario y nocturno – de mirar películas.

En Puig, Rita Hayworth (a quien conoció personalmente) o Marilyn Monroe, el film noir o el drama cursi, Hitchcock o Josef von Sternberg, la edad de oro del Hollywood de los 30 previa a la censura del Código Hays, el cine clase B o el porno camp de Isabel Sarli – más que los vernissages del Di Tella (a los que asistía, por otra parte) o el nouveau roman de moda en los 60 – dominan una educación sentimental y estética donde la literatura, a salvedad quizá de Faulkner, ocupa un lugar menor. Recién en 1963, mientras escribe la que sería su exitosa primera novela en un pequeño departamento de Kew Gardens Hills, Puig lee a novelistas y poetas argentinos en la principal sucursal de la Biblioteca Pública de Nueva York; sólo uno de los cuales dejará una huella: Roberto Arlt. Del mismo modo, la lectura por esa época de estancia neoyorkina de Eros y civilización (1953) y El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse – leído por entonces como el filósofo destacado de la “nueva izquierda” –, aporta el núcleo de su pensamiento respecto de las tecnologías de comunicación de masas como productoras de sujetos disminuidos, de una cultura fundamentada en el control de los cuerpos amorosos. De acuerdo a Jill-Levine, Puig tomaba a las sex-symbols por diosas eróticas que expresaban una energía libidinal revolucionaria en desafío a la sexualidad corriente, a pesar de la manipulación y la conquista de lo real por las máquinas masivas de sueños.

Las novelas Boquitas pintadas (1973), The Buenos Aires Affair (1973), El beso de la mujer araña (1976), Pubis angelical (1979), y, en menor medida, Maldición eterna a quien lea estas páginas (1980), Sangre de amor correspondido (1982) y Cae la noche tropical (1988), conocieron el éxito de ventas y la consagración de la crítica internacional, algunas fueron adaptadas al cine y al teatro, y valieron para que Puig fuera postulado en Italia para el Nobel a principios de los 80. Salvo Borges, ningún otro escritor argentino ha sido tan celebrado fuera del país. Con todo, desde la hermenéutica de Jill-Levine (también traductora de Borges), en Puig la trama de sexualidad y política (ya biopolítica a partir de Foucault), de ficción y realidad, alcanza su esplendor en El beso de la mujer araña. Obra cumbre “feminista” donde se comparan las imágenes de Hollywood con las del régimen nazi y la economía libidinal de los afectos satura el campo de la política hasta lo indecidible. Puig pensaba – como Theodor Roszak, teórico de la “contracultura” de los 60 – que los hombres debían liberar a la mujer que mantenían prisionera dentro de sí. “Para mí lo trascendental es el afecto, el sexo no define nada”, dice en una entrevista concedida a la revista estadounidense Interview en 1985. Pequeña bomba de tiempo preparada por la mujer araña – es decir, la femme fatale protagonizada por Bette Davis en La extraña pasajera, por Bárbara Stanwyck en Pacto de sangre, o cualquiera de los grandes personajes femeninos del film noir –, en última instancia por Puig mismo, para que estalle entre los pliegues glamorosos de la milenaria sociedad patriarcal.

Publicado en la revista internacional Cultura, tercer cuatrimestre de 2002, con el título “La obra de Manuel Puig disimula entre sus luminosos pliegues una bomba de tiempo”.

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