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Progreso y movilización total en Ernst Jünger

GLOSA DEL CONCEPTO DE MOVILIZACIÓN TOTAL DE ERNST JÜNGER

RUBÉN H. RÍOS

En “La movilización total”, incluido en Fuego y movimiento (1930), un libro destacado en la teoría estratégica de la época – entre otros, influyó en J.F.C. Fuller y en De Gaulle –, Ernst Jünger observa que configuran un fascinante espectáculo los ocultamientos y las metamorfosis de la guerra, como entidad pura, en la historia. Este paisaje, según la retórica titánica de Jünger, recuerda a la actividad de los volcanes, de tal modo que haber participado de una guerra se parece a encontrarse bajo el alcance de esas montañas que vomitan fuego y cenizas. No obstante, la diversidad de los cuadros bélicos se disipa a medida que aparece el cráter de la guerra y el siglo en que se lucha, las ideas por las cuales se mata y las armas que se emplean. Estas, entiende, desempeñan un rol incidental cuando irrumpe la auténtica pasión, sobre todo en el corazón de la batalla: en el combate directo a vida o muerte.

La mejor aproximación, propone Jünger, para descubrir el rasgo primordial de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial es examinar cómo penetró en la atmósfera cultural que le antecedía, impregnada de la idea de progreso. Con ello hace referencia al Zeitgeist, al Espíritu del Tiempo de la Belle Époque, y no sólo respecto de los países enfrentados militarmente, sino también a la guerra civil que provocó en otros. Tales fenómenos, la guerra mundial y la revolución mundial, estarían conectados entre sí de manera muy estrecha. Es posible, sostiene Jünger – y esa es el tema de este escrito y no la lógica de la guerra ni el “realismo heroico” manipulado por la propaganda nazi –, que el significado real del progreso no coincida con el que se da a sí mismo, y que encubra otro diferente, más secreto, que se sirve, como un astuto genio, del disfraz de la razón. De cualquier manera, no duda de lo siguiente (tampoco Benjamin, unos años después, duda en el mismo sentido respecto del progreso en Tesis de filosofía de la historia): sólo una fuerza de culto, una fe cuasi religiosa, pudo caer en el hechizo de prolongar hasta el infinito el horizonte del telos del progreso. Como advierte Jünger en el prólogo a la edición española de 1995, él no ha escrito en “La movilización total” un manual de instrucciones.

En la Primera Guerra, por lo tanto, que estalló en el aire del Zeitgeist de la Belle Époque, la relación de los diferentes adversarios con la idea de progreso fue decisiva. Allí hay que buscar, para Jünger, el verdadero principio moral de esos tiempos, y para captarlo introduce el concepto de movilización total. Este se diferencia de los conceptos de movilización general y movilización parcial, que guiaron anteriormente el modo en que se hizo la guerra. En la movilización total, a la vez que se diluyen los estamentos y se restringen los privilegios de la aristocracia, también decae la casta guerrera. Desde ese momento, conformar el brazo armado de la nación ya no es más el deber exclusivo de los militares profesionales y se convierte en la obligación de todos aquellos que pueden tomar las armas. Al mismo tiempo, la guerra se superpone cada vez más con el espacio de acción más amplio de una colosal maquinaria de producción, y junto a los soldados que combaten en las trincheras emergen los ejércitos del trabajo. La imagen de Jünger, claro está, preanuncia Der Arbeiter, publicado en 1932, y la figura (Gestalt) planetaria del Trabajador.

Esta vasta trama de milicias de soldados y trabajadores transforma a los Estados industrializados beligerantes en fraguas de Vulcano (según la metafórica de Jünger), y enviste a la guerra mundial de un significado histórico mayor que el de la Revolución Francesa. Para desplegar formaciones a la altura de este fenómeno de grandes dimensiones ya no es suficiente con proveer de armas a los combatientes sino se exigen armamentos de jerarquía superior que actúen con precisión mortífera. La producción de esa tecnología de guerra es la tarea de la movilización total, que Jünger describe, con clarividencia, como una única estrategia operada en el sistema de distribución de la energía que conecta a la entera red de la vida moderna con el gran flujo de la fuerza bélica.

La movilización total supone también la represión de la libertad individual, cuyo objetivo se reduce en que no haya nada exento de concebirse, en última instancia, como una función del Estado. Se radica primero en Rusia y en Italia, y más tarde también en Alemania (donde, de hecho, se aplica rigurosamente en la Segunda Guerra Mundial) y Francia. Tarde o temprano, infiere Jünger, todos los países con pretensiones de poder mundial instrumentarán necesariamente un plexo de coerciones contra la libertad de los individuos, si es que se plantean afrontar el desencadenamiento absoluto de las nuevas fuerzas guerreras. De esta tendencia forma parte la alianza, ya iniciada en la paz, entre los Estados Mayores y la industria, como en Estados Unidos de Norteamérica. El pensamiento económico da un giro: la “economía planificada”, una de las últimas consecuencias de la democracia de acuerdo a Jünger, se trasciende a sí misma y se constituye en un agente general de poder.

Todavía más: no sólo la ofensiva requiere de trabajos extraordinarios, sino de igual modo los demanda la defensa nacional y quizá en ella, señala Jünger, es donde más evidente se vuelve la coacción de la movilización total sobre el mundo. El comandante de una formación aérea, que desde las alturas de la noche da la orden de proceder a arrojar las bombas, no reconoce ninguna distinción entre combatientes y no combatientes, y el fuego exterminador que deja caer se propaga sobre todos los seres vivos. La posibilidad de esa extrema destrucción tiene como condición, no una movilización parcial o general, al viejo estilo de la guerra, sino una movilización total, que involucra a las masas en su conjunto.

El período de entreguerras, afirma Jünger – y lo extiende en una nota agregada en 1980 a la guerra fría –, se encuentra sumergido en esa furia volcánica. Más que ejecutarse, la movilización total se activa a sí misma; en ella consiste, tanto en la guerra como en la paz, el puño de hierro que nos somete en la edad de las masas y de las máquinas. El lado técnico de la movilización total, sin embargo, no es el fundamental. Antes bien, igual que el presupuesto de toda tecnología, también el de la movilización total se halla más profundamente: en la disponibilidad a la movilización. Pero en ninguno de los espacios donde se realizan esas demostraciones de potencia, ya en construcciones faraónicas o en guerras – y el signo que los define carece de finalidad –, nada se aclara con explicaciones económicas, por más reveladoras que parezcan.

Cuando se efectúan esfuerzos gigantescos de esa clase se debe sospechar ante todo, indica Jünger, que se manifiesta un fenómeno de culto, cuasi religioso. En la gran iglesia popular del siglo XIX – el progreso – reside la llamada a la fe que convoca a la movilización total de las masas que se necesitaban para entrar, de acuerdo con las enormes fuerzas en despliegue, en la Primera Guerra. Así sucedió en los Estados Unidos, un país de instituciones democráticas, en el cual la movilización total se inició con medidas tan rigurosas que, en otro momento, no habría sido posible imponerlas en un Estado militar como Prusia. El progreso fue el caballo de Troya de los ejércitos del Oeste que rebasaron el Rin.

Para Jünger, existe una íntima correspondencia entre movilización total y progreso y, además, entre este y el proyecto de la civilización (Zivilisation) que se expresa en las metrópolis occidentales con un lenguaje masivo, manejando medios y principios a los que la cultura (Kultur), ajena a ellos, se opone de manera incompatible. La cultura, en este sentido, no se presta a las técnicas de propaganda, e incluso su utilización para los fines de la civilización muestra que no está para eso. La movilización total, en todo caso, sólo es el índice de otra movilización más oscura, que tiene una legalidad propia, y la ley humana debe adaptarse inexorablemente a ella si ambiciona la eficacia que reclaman las magnitudes de las fuerzas en juego. Esto es, los guerreros del progreso y la civilización no pueden prescindir ni de las balas ni de los ataques letales ni tampoco de la guillotina, dice Jünger, de igual manera que tampoco la Iglesia cristiana renunció a la espada.

Si se divisa el mundo que aparece luego de la Primera Guerra, a juicio de Jünger, el éxito la idea de progreso (y quizá el otro nombre al que responde como un sucedáneo es “prosperidad”) no habría sido más evidente si todos los órdenes que no pertenecen a la civilización occidental hubieran sido encerrados en un sitio reducido y pulverizados bajo el fuego de todos los cañones del mundo. De ahí en adelante, sin cesar aumenta la abstracción y, por tanto, también la crueldad de las relaciones humanas. En paralelo, no obstante, aumentan las zonas donde ya casi se ha caído la máscara humanista de la civilización, y en su lugar aparece un fetichismo de la máquina, un ingenuo y bárbaro culto de la técnica. Eso ocurre, según Jünger, precisamente donde no se da una relación directa con las energías que han sido despertadas, de cuyo cortejo triunfal forman parte las armas como su mera traslación bélica.

Pero también la movilización total de las masas, que se establecen simultáneamente como “público”, asciende como la base imprescindible de la política. En especial, afirma Jünger, el socialismo y el nacionalismo forman una doble pinza que desintegra los restos del antiguo mundo y finalmente se suprime a sí misma en nombre del progreso. Detrás de la danza formidable y terrible que ofrecen los movimientos de masas, cada vez más uniformes, y a través de las cuales el Weltgeist, el Espíritu del Mundo, teje su telaraña universal, el dolor y la muerte aguardan en cada evento enjoyado con los símbolos de la felicidad. Según la nota de 1980, conservada en las posteriores ediciones hasta su muerte, en 1998, Jünger piensa que hasta entonces el eje de la movilización total mantiene su vigencia y no es imposible que continúe durante mucho tiempo.

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