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T. S. Eliot o la modernidad gnóstica

T.S. ELIOT O LA MODERNIDAD GNÓSTICA

RUBEN H. RÍOS

Cuando, en 1948, el Premio Nobel de Literatura se entregó a Thomas Stearns Eliot (1888-1965), desde hacía mucho – en concreto a partir de la publicación de La tierra baldía (The Waste Land) en 1922 – era un escritor de amplio prestigio en las letras inglesas, y no sólo como poeta sino también por su labor crítica al frente de la revista The Criterion, en cuyo primer número se publicaron los áridos y refulgentes poemas de La tierra baldía, e incluso como ensayista erudito y polémico. Menos éxito tuvo con sus piezas de poesía dramática, si bien Cocktail Party (1950) alcanzó el reconocimiento del público y la crítica. Es que el genio de T. S. Eliot tiene inclinaciones dramáticas y teatrales, y no sólo en la obra poética, solo que el trasfondo metafísico-religioso con el cual recupera el mundo y la época se expresa mejor en el soliloquio (siempre coloquial y ventrílocuo) del poema. No se trata, sin embargo, simplemente de una poesía religiosa o mística. De algún modo hay dos Eliot: el poeta cristiano de vanguardia que tematiza “la muerte de Dios” y la decadencia de la civilización occidental, y el intelectual que hace crítica literaria y cultural y construye una sofisticada poética. El punto, difícil de dilucidar, reside en que, o bien ambas son máscaras que se influyen entre sí, o bien el auténtico Eliot se encuentra en la intersección de las dos.

En la biografía de Eliot no existen demasiadas señales que permitan determinar el núcleo del carácter híbrido de su obra o de él mismo. Nacido en Saint Louis, Missouri, en una familia tradicional de los Estados Unidos de procedencia bostoniana, su vocación por la literatura parece heredarla de la madre, Charlotte Stearns, que escribió poemas religiosos y una pieza teatral sobre Savonarola ( publicada por su hijo, en 1926), y de su abuelo paterno, teólogo de Harvard, el interés por la religión. En cambio, el padre fue un hombre de negocios que incidió quizá en el modo en que Eliot se ganó la vida desde 1917: primero como empleado del Lloyd’s Bank y luego, a partir de 1925, como director de la editorial Faber& Faber que publicaba The Criterion. En cuanto a su formación en Harvard, que finaliza en 1910 al graduarse como Master of Philosophy, se sabe que fue alumno en literatura del crítico conservador Irving Babbitt, y en filosofía de George Santayana (cuya concepción sobre los poetas-filósofos dejó marca en Eliot), de Bergson y de Bertrand Russell, además de realizar algunos estudios sobre budismo. La tesis doctoral de Eliot, que nunca presentó al desencadenarse la primera guerra mundial en Europa, se refería al filósofo F.H. Bradley, aquel mismo al que Borges en Historia de la eternidad cuestiona por su glorificación del presente y le responde con la negación de este de “una de las escuelas filosóficas de la India”.

Las lecturas y los encuentros con Charles Maurras, fundador de la Action Française, y uno de los más notables fascistas europeos, ultraconservador y antisemita, católico en lo formal pero ateo, informa indirectamente sobre el conservadurismo cultural y político de Eliot. De hecho, su famosa declaración de principios de 1928 en el ensayo sobre Lancelot Andrewes – es decir: clásico en literatura, realista en política y anglocatólico en religión – coincide casi con exactitud con las tres tradiciones fundamentales del pensamiento reaccionario de Maurras: clasicismo, catolicismo y monarquía. En los años posteriores Eliot relativizó esta autodefinición enunciada al convertirse en ciudadano británico y anglicano, luego de separarse de su primera mujer, fallecida en un sanatorio psiquiátrico en 1947. La amistad con Ezra Pound, quien adhirió con fervor a Mussolini y que por 1948 había sido encerrado bajo vigilancia militar en el Saint Elizabeth Hospital, en Washington, un asilo de enfermos mentales, contribuye a ubicar a Eliot en esos extremos. En realidad, menos que política la afinidad con Pound es poética. Por su intervención en 1914 se publica La canción de amor de J. Alfred Prufrock (parte del primer libro de poemas de Eliot, Prufrock y otras observaciones, publicado en plaquette en 1917) en la destacada revista estadounidense Poetry, y además le pertenece a Pound la versión final de La tierra baldía, y esto en la medida que ambos (y aún Eliot como crítico estrella del formalismo del New Criticism) estaban ligados por el “imagismo”, movimiento de vanguardia de principios de siglo que contaba entre sus acólitos a D. H. Lawrence, Williams Carlos Williams y James Joyce.

En especial, el anglocatolicismo militante de Eliot se aprecia en las tres primeras obras teatrales, en Miércoles de ceniza (1930) y los Poemas de Ariel (1932), y que en su segundo (y último) gran libro de poemas, Cuatro cuartetos (1944), se diluye en una volcánica y copiosa superposición de imágenes y símbolos. Por otro parte, el uso que hace Eliot en cuanto poeta de las cosmogonías religiosas, y no sólo de la cristiana, como insinúa en el ensayo Shakespeare y el estoicismo de Séneca (1927), no reflejarían creencias personales sino una “fusión” de los propios sentimientos y afectos con ciertas teologías o mitos religiosos a fin de hacer poesía. Más todavía: en el mismo escrito Eliot no sólo dice que resulta difícil determinar si el Dante creía o no en la teoría tomista del alma, aparte duda de si John Donne (el poeta metafísico y pastor anglicano del siglo XVI que él mismo rescató del olvido) creía realmente en la trasmigración de las almas, en la Cábala o en cualquier otro de los motivos místicos que caracterizan sus poemas. Para Eliot el gran poeta transmuta sus demonios personales en algo universal e impersonal y, así, al escribirse a sí mismo, escribe (o describe) su época. La depurada técnica eliotiana del monólogo dramático, según expone en Las tres voces de la poesía (1953), le permite enmascararse en un papel, una segunda voz, un personaje que se dirige a un auditorio, y el que a su vez influye sobre el poeta, sobre esa primera voz que habla consigo misma o con nadie hasta confundirse – en el caso de Eliot, según dice – con ella.

El catolicismo ateo de Maurras (en última instancia una forma de conservadurismo escéptico) se parece mucho al que Eliot arriesga en Notas para la definición de la cultura, publicado en el mismo año en que recibe el Nobel. En ese extenso ensayo de inspiración antimoderna no duda, de entrada, en sostener que cualquier religión da un significado aparente a la vida y proporciona a la humanidad una protección para no caer en el aburrimiento y la desesperación. Eso, sin embargo, no impide a Eliot colocar a la religión como fundamento de la unidad de la cultura o de las culturas (en sentido antropológico e ilustrado), y de este modo, al cristianismo como la fuerza unificadora de la cultura europea-occidental. Se profese o no la fe cristiana, para él todo acto dentro de Occidente adquiere significado en relación con la herencia cultural cristiana, aún se la rechace como en Voltaire o Nieztsche. Eliot es cristiano, desde luego, aunque no está claro, si se juzga por este texto, si cree en la verdad del cristianismo como tal o se abraza a éste tout court porque teme la desaparición de la cultura occidental fundada en ella y, por lo tanto, los siglos de barbarie que – en su opinión – le seguirían. En el pensamiento eliotiano, al menos en ciertos aspectos, la fe cristiana se instrumentaliza a fin de evitar la caída de dos mil años de historia cultural, cuyo peligro avizora después de la Segunda Guerra Mundial.

La obra poética de Eliot, que además del monólogo dramático utiliza complejas técnicas de montaje y de collage culto, se cierra a cualquier interrogación respecto de sus creencias religiosas. No sucede lo mismo con cierta tematización que alude a la experiencia de la “muerte en Dios” en la cultura occidental. Desde La canción de amor de J. Alfred Prufrock, la poesía de Eliot transita por un orbe desacralizado y devastado, sombrío y vacío, poblado de seres vulgares y artificios civilizados. Los poemas de Prufrok se ambientan en un paisaje urbano opresivo y neblinoso, donde hay poco más que rituales realistas y anodinos, dentro de un clima general de melancolía, conversaciones intrascendentes y reflexiones sarcásticas. El “canto” de Prufrock lo muestra como un hombre ridículo, un poco cansado de la vida, preocupado por la caída de su cabello, más que nada cautivo de una existencia gris y rutinaria sin posibilidad alguna de heroicidad o algo extraordinario. El humorismo de este libro – que incluye una burla a Bertrand Russell, bautizado Mr. Apollinax – se despliega con comodidad en 1920 con Ara Vus Prec ( “Ahora Os Ruego”, publicado más adelante con el título de Poemas), un conjunto de versos humorísticos y de chistes incomprensibles que satiriza a varios personajes, entre ellos Gerontion ( un anciano muerto en vida), Sweeney ( el prototipo del hombre moderno, superficial y rústico) y al mismo Eliot, un señor absorbido por los misterios religiosos y el desierto del mundo.

Toda esta comicidad encendida de recursos wit (ingenio) e ironías se hace añicos en el vanguardismo de La tierra baldía, bajo la evocación del deseo de muerte de la Sibila (tomado de El Satiricón de Petronio, la gran sátira epicúreo-estoica de la decadencia de las costumbres en la antigua Roma) y una dedicatoria a Pound que remite al Purgatorio de La divina comedia. Los cinco poemas de la obra, una especie de palimpsesto laberíntico y polifónico, de modo oscuro y embrollado relatan la leyenda del Santo Grial o Graal, aunque mezclada con los elementos paganos originales de ésta y mitos del retorno cíclico de la fecundidad y la vida luego de un período de esterilidad y muerte. Básicamente cierto Rey-Pescador ha quedado estéril por una herida y su tierra se ha vuelto yerma y baldía, y sólo reverdecerá a condición de que él se apropie de la lanza y el cáliz del Crucificado, el Grial. En el juego simbólico del poema, este rey es a la vez Tiresias – el profeta ciego de Edipo rey –, un hombre-mujer que sale al crepúsculo en una ciudad irreal, fantasmal y fantasmagórica, sórdida y apocalíptica. En cuanto Eliot no se preocupó por el sentido de todo esto, según confesó, la yuxtaposición fragmentaria de arcanos e imágenes dilemáticas (en su mayoría citas literarias) incitan a un delirio interpretativo; lo que está más o menos claro alude a la desintegración de un mundo, a una tierra seca que el agua puede volver a fecundar o destruir por medio de un diluvio, como sugieren las videncias de Madame Sosostris. Luego, en “Los hombres huecos” (1925) – aquel poema que lee Marlon Brando en el film Apocalypse now de Coppola – Eliot continúa explorando el mismo reino de sombras y muerte, y ya se esboza la poesía francamente cristiana de Miércoles de ceniza y Los poemas de Ariel.

Las notas que Eliot añadió a la primera edición en libro de La tierra baldía, y que hoy forman parte de la obra, no tienen una función explicativa (para Eliot, como dice en 1956, en el ensayo Las fronteras de la crítica, la poesía no es explicable aunque sí comprensible) sino ilustrativa del arte poético eliotiano. En rigor, aclaran poco y más bien confunden y amplían las posibilidades hermenéuticas, pero ofrecen una idea de la vastedad de los textos manipulados por Eliot a través de la técnica del collage. Algunas de esas referencias son: De ritual a leyenda de Jessie L. Wes Montgomeryton, La rama dorada de Frazer, El diablo blanco de Webster, Las flores del mal de Baudelaire, la Eneida de Virgilio, El paraíso perdido de Milton, Mujeres, cuidado con las mujeres de Middleton, Parsifal de Verlaine, las Confesiones de San Agustín, El desdichado de Gérard de Nerval, La divina comedia del Dante, Antonio y Cleopatra y La tempestad de Shakespeare, Metamorfosis de Ovidio, Apariencia y realidad de Bradley, las Upanishad.

Con Cuatro cuartetos, escritos entre 1935 y 1942, Eliot recupera el aliento sombrío de La tierra baldía (sobre todo un poema: “El Sermón del Fuego”) y le agrega un tono más reflexivo y filosófico, sin perder el empleo de imágenes religiosas y cosmológicas tanto cristianas como paganas. Bajo la invocación esta vez de Heráclito, la obra se organiza sobre ciertos puntos geográficos vinculados con la biografía de Eliot, que a la vez simbolizan las estaciones y los elementos primordiales de la naturaleza (agua, tierra, aire, fuego). El reino de muerte y tinieblas no ha cambiado demasiado en estos poemas: la tierra entera se ha convertido en un hospital y la única salud de los “adoradores de la máquina” es la enfermedad. El mito del retorno cíclico, de una temporalidad que se une en el comienzo y en el fin, ahora se resuelve en la yuxtaposición de la destrucción purificadora por el fuego, de raíz cristiana, con el incendio universal de Heráclito que se repite cíclicamente y que anuncia un nuevo renacimiento del mundo por obra del aión (αίων: tiempo, eternidad, destino), el tiempo que juega consigo mismo. Menos enigmático que de costumbre, de este modo Eliot culmina esa aventura poética que transforma sus “demonios personales” en una configuración de la época, en una intensa expresión – que recoge la herencia cultural grecorromana y hebrea– de la crisis civilizatoria que supone “la muerte de Dios” en el Occidente cristiano a través de esa poesía hecha de retazos y máscaras deformes.

Con mucho, y en esto se asemeja a los románticos (a Goethe, de Nerval, Novalis o Blake) o a los simbolistas (Rimbaud, Baudelaire) que tanto lo influyeron, Eliot se comporta como un poeta gnóstico, un místico sin Dios, el heredero tardío y desencantado de ese cristianismo primitivo – el que difundió los evangelios apócrifos – cuya doctrina llega hasta el misticismo de San Juan de la Cruz y Maister Eckhart. El gnosticismo cristiano se nutrió sincréticamente de las Upanishads de la India, de la religión egipcia, del paganismo griego, del platonismo, de cultos teosóficos y mágicos, de sabidurías esotéricas y astrológicas, del Corpus Hermeticum, de la Cábala. El mundo elotiano, como el de la gnosis, es un reino de tinieblas, caído. Sin embargo, a diferencia del universo gnóstico, la tierra muerta de la civilización occidental – habitada por enfermos y ratas, cables y basura – tendría la esperanza de salvarse por una suerte de retorno a las fuerzas arcaicas, “ctónicas”, a los elementos primordiales, a la naturaleza divinizada que en la obra poética de Eliot siempre subyace a la herrumbrosa heráldica de la fe cristiana; o también, lo que en esta poesía de los confines de la modernidad sería lo mismo, consumirse en el fuego heraclíteo de la destrucción universal.

Publicado como nota de tapa del suplemento cultural del diario Perfil el 10 de febrero de 2008, con el título “La salud de los adoradores de la máquina”.

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