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Hannah Arendt, el apagamiento del sujeto ético

Responsabilidad y juicio. Autor: Hannah Arendt. Género: ensayo. Editorial: Paidós.

RUBÉN H. RÍOS

A semejanza de las almas de los pecadores condenados al infierno del místico sueco Emanuel Swedenborg, quienes ignoran que se hallan en el infierno, los criminales nazis de Hannah Arendt tampoco tienen conciencia del mal. Esta idea, aplicable a todo el campo de la conducta moral, desde Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963), que hizo a su autora relativamente famosa, ha originado todo tipo de réplicas e impugnaciones, sobre todo quizá porque incluye la posibilidad de la moral común – costumbres, convenciones, valores establecidos – como la causa del mal radical. En estos textos reunidos con el título Responsabilidad y juicio, en los cuales Arendt responde a ciertas cuestiones abiertas por el debate en torno a Eichmann en Jerusalén, está claro que el concepto de “banalidad del mal” conlleva la impronta nietzscheana del nihilismo en tanto decadencia de los valores morales. No sólo el régimen nacionalsocialista sino todos los totalitarismos del siglo XX, y aun las democracias en algunos aspectos, reposan entonces en esa devaluación general de la moral occidental producida por la “muerte de Dios”.

De algún modo, la banalidad del mal (nada banal, desde luego) toma su fuerza de la obediencia que exige la moral religiosa y la organización política y social, facilitando el ascenso de formas dictatoriales de gobierno y la desaparición del yo individual bajo cualquier sistema de valores a que deba sencillamente obedecer. Ese ha sido el caso, para Arendt, del grueso de la sociedad alemana que dio origen al nacionalsocialismo, cuya divisa nihilista sería más bien “todo es posible” en vez de “todo está permitido”. Se diría, según este análisis, que lo único que permanece en las masas que han perdido el valor de los valores morales es la obediencia, la servidumbre sin responsabilidad personal como pieza de engranaje de una máquina histórico-política, según argumentó la defensa de Eichmann. Pero justamente el honor de los procedimientos judiciales, observa Arendt, no reside en juzgar ideologías o creencias religiosas sino actos individuales, la responsabilidad inalienable de un individuo con relación a su propia conducta y a su capacidad de distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo bello de lo feo. La banalidad del mal surge de esa incapacidad de juzgar por sí mismo y no de acuerdo a normas generales y fijas.

Si los grandes exterminios del siglo XX fueron posibles, supone Arendt, al menos en parte, se debe a que ninguno de los órdenes antropológicos impuestos (tampoco el marxista-leninista) creó “nuevos valores” en reemplazo de los metafísico-religiosos devaluados. Aparte de Kant, cuya Crítica del juicio se apoya en el “gusto” del que juzga y no en reglas universales, y Nietzsche, la teoría del mal de la filosofía moral (y en especial, la de la teología cristiana) habría renunciado a la eventual práctica socrática del pensamiento como diálogo con uno mismo, el cual funda el juicio propio. Este ejercicio de desdoblamiento de la univocidad de la conciencia en lo que no es ella, y que Arendt denomina “solitud”, indica una actividad preteórica y no técnica de la subjetividad respecto de sí misma y del mundo en el que habita. El individuo que piensa al modo socrático, en la elaboración de Arendt, se constituye éticamente en cuanto prefiere su propio juicio singular, y no el de la mayoría, antes que aceptar realizar actos – matar a otro, en el extremo – con los cuales no podría convivir consigo mismo. De ahí que “pensar”, en la medida que significa ese diálogo íntimo con uno mismo (lo que Foucault llamaría “cuidado de sí”), conduzca a poner en tela de juicio los valores y creencias, los mores, de toda realidad social dada.

Los efectos destructivos del pensamiento, considerado así, no inquieta demasiado a Arendt en una época que ha llevado el crimen a su apogeo tecnológico, pero sí la imposibilidad práctica de que cada uno de los miembros de la sociedad “piensen” y juzguen por sí mismos. Mientras no se logre esto, de todos modos, en el contexto de la masificación generalizada y la realpolitik, no se alcanzará nunca neutralizar la irrupción de la banalidad del mal y la crisis de identidad que socava la cultura occidental. Como sea, el criterio moral que propone Arendt – evitar el mal, y no hacer el bien como exhorta el desprecio por el yo del cristianismo – no intenta más que servir en lo político como una medida de emergencia ante el apagamiento del individuo ético. El sentimiento de inocencia o culpabilidad, en donde juega la conformidad o disconformidad en tensión con patrones y normas morales nuevas o viejas, no refiere ninguna moralidad. Como Henry Miller en Pesadilla de aire acondicionado, Arendt busca un individuo, una personalidad ética que se haya hecho en diálogo consigo mismo, contra la indiferencia del mundo por su propia suerte.

Publicado en el suplemento cultural del diario Perfil el 16 de diciembre de 2007, con el título “Contra la indiferencia del mundo”.

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