Filosofía de la técnica: la crítica de la edad mecánica
OSWALD SPENGLER Y FRIEDRICH GEORG JÜNGER O LA CRÍTICA DE LA EDAD MECÁNICA
RUBÉN H. RÍOS
I.
En la filosofía de la técnica es conocido el corte de ella que realiza Carl Mitcham, en ¿Qué es la filosofía de la tecnología? (1989), en dos grandes tradiciones: la ingenieril y la de humanidades. En la primera incluye a quien se considera el fundador del campo, el hegeliano de izquierda Ernst Kapp, y a otros ingenieros como P. K. Engelmeier (promotor del movimiento tecnocrático), Eberhard Zschimmer, Jacques Lafitte (teórico de la “mecanología”), Hendrik van Riessen y el teólogo Friedrich Dessauer. También la integran, el sociólogo Alfred Espinas – que prosigue en una obra de 1897 con la concepción de Kapp de la técnica como prolongación de los órganos humanos –, Gilbert Simondon y el filósofo argentino Mario Bunge, cuyo positivismo construye para Mitcham el sistema más amplio de la filosofía ingenieril de la tecnología. La segunda tradición (humanista o “romántica”) está conformada por Lewis Mumford (autor del clásico estudio Técnica y civilización, publicado en 1934), José Ortega y Gasset, Martin Heidegger y el filósofo libertario Jacques Ellul. Pero si se acepta, al menos provisoriamente este esquema, aparecen algunos problemas.
Por empezar, los conceptos que permiten la partición en dos tradiciones no siempre se ajustan a la subsunción que realizan, en especial respecto de la filosofía de la tecnología de las humanidades. Esta (a la que Mitcham también denomina “hermenéutica”) se define por interrogar el significado humano y extrahumano de la tecnología en un sentido no-tecnológico, mientras la tradición ingenieril se ocupa de la tecnología en sí misma desde un horizonte donde domina la comprensión tecnológica del mundo. En otras palabras, es la diferencia entre la filosofía “de la tecnología” como genitivo objetivo (la de los filósofos) o subjetivo (la de los ingenieros), cuyas tendencias también difieren: la primera prefiere la crítica. Esta dicotomía, sin embargo, no alcanza para incluir a Dessauer en la línea ingenieril (concibe la técnica en términos de trascendencia divina), ni en la contraria a Mumford – el mismo Mitcham consigna que no desarrolla un cuestionamiento completo de la tecnología –o a Heidegger, ya que en La pregunta por la técnica (1954) se refiere a dos modos de “desocultamiento” técnico, solo uno de los cuales – el moderno – presenta caracteres de explotación de la naturaleza y, en esa medida, discutible. Mitcham, por otra parte, hace de Ortega y Gasset el primer filósofo que se ocupa de la tecnología al dictar varios cursos sobre el tema en 1933, luego publicados en 1935 por el diario La Nación de Buenos Aires como Meditación de la técnica, cuando el primero es Oswald Spengler con Der Mensch und die Technik (El hombre y la técnica) publicado en 1931.
Por lo demás, Mitcham utiliza la palabra “tecnología" (technology) como más general que “técnica”, en cuanto comprende artefactos creados por la ciencia moderna, pero la mayoría de los filósofos que comenta (a excepción de Espinas) emplean el vocablo “técnica” (technik, technics, technique). Mitcham reconoce que su terminología no concierne a las filosofías que analiza, pero no pocas veces procede como si fuera así. Esto no sólo confunde las semánticas o los significados sino también las épocas. Desde Grundlinen einer Philosophie der Tehnik (Principios de una filosofía de la técnica, 1877) de Kapp hasta la última versión de La technique ou l'enjeu du siècle (1960) de Ellul se trata siempre de “filosofía de la técnica” en los autores que comenta Mitcham y, del mismo modo, en todos aquellos que participan del gran debate sobre la técnica en Alemania entre la época de Bismarck (1871-1890) hasta el incendio del Reichstag en 1933, según señala Dessauer, y aún después.
En este período de la filosofía de la técnica que piensa la mecanización del mundo – concluido por McLuhan – se publica El hombre y la técnica de Spengler, una obra apenas clasificable bajo el binarismo de Mitcham, porque se mantiene a relativa distancia tanto de una visión tecnicista o tecnológica del mundo como de una hermenéutica del significado humano o no humano de la técnica. Publicada después de La decadencia de Occidente (1918-1923), de la cual es un apéndice, inaugura la filosofía crítica del orden técnico en general. En todo caso, su originalidad no descansa en la idea de la técnica como extensión de los órganos humanos (que procede de Kapp y, antes, del artículo “Lucubratio ebria” de Samuel Butler publicado en 1865) sino en la lógica de la voluntad de poder, que excluye cualquier soteriología del progreso técnico. El nietzscheanismo de derecha de Spengler no es ajeno a cierto biologismo, aunque eso mismo lo impulsa hacia una sensibilidad antimoderna acerca de las consecuencias del maquinismo que solo vuelve a reaparecer, en la discusión sobre la técnica en la edad mecánica, en Die Perfektion der Technick (1944) de Friedrich Georg Jünger.
Estos dos pensadores, Spengler y Jünger, quien no desconoce la tesis de Kapp, con el tiempo han demostrado que su filosofía de la técnica se ha acercado más que las demás (a salvedad quizá de Heidegger) a aprehender la tendencia general del proceso de mecanización del mundo, en una época en la cual todavía no había señales de desastre ecológico. La heurística en la que se apoyan, no obstante, presenta serias limitaciones. En el caso de Spengler, el modelo zoológico lo conduce a un organicismo social – como el de Comte o Spencer – próximo a la teorización nazi del Lebensraum (“espacio vital”), entre otros elementos biopolíticos. Con relación a Jünger, La perfección de la técnica (el revés de El trabajador, ha dicho su hermano Ernst) se inscribe en el llamado “pensamiento poético”, cuyos fundamentos, por lo tanto, no pertenecen al género racionalista sino a una filosofía pagana de la naturaleza con raíz en los mitos griegos. El antitecnicismo de Jünger, de ese modo, se desprende de un conservadurismo antitético de la modernidad y de todo humanismo. A pesar de ello, tanto él como Spengler nos han legado los primeros textos críticos de la filosofía de la técnica acerca de una edad que se extingue.
II.
En Spengler la técnica es la táctica de la vida animal. Esto se encuentra en correspondencia con la movilidad de los animales y su lucha (equivalente a la voluntad de poder de la vida misma) para imponerse a la naturaleza orgánica o inorgánica, o perecer. La técnica no consiste en la fabricación de máquinas o herramientas (armas, por ejemplo), sino en el manejo de estas (la lucha vital). En cuanto tal, hay técnicas sin instrumentos (la administración del Estado, la manipulación química de gases, etc.), aunque siempre tienen una finalidad. Cada máquina obedece sólo a un manejo. Desde la guerra entre los animales primitivos, y la emboscada como arma primordial, a los artefactos modernos se extendería una continuidad, llamada progreso. Spengler se opone a la idea de un progreso infinito de la “humanidad”, que se confunde con la historia de los europeos occidentales, debido a que toda evolución – en analogía con el ciclo de vida de los organismos – se dirige fatalmente hacia su final. La transitoriedad define lo vivo y, en consecuencia, las civilizaciones humanas.
El hombre, para Spengler, es un animal de presa, rapaz. Esta taxonomía etológica la establece a través de una “fisiognómica” (extraída de Goethe) no corporal o anatómica respecto de los rasgos de vida en que se expresa el animal, en cuanto ánima, y de la teoría del Umwelt (“mundo circundante”) del biólogo neokantiano Jakob von Uexküll. Los animales, se sigue de ello, se mueven en dos grados (o mejor, conforme a dietas diferentes) más allá de la anatomía: el herbívoro, sujeto a la vida vegetal inmóvil, y el rapaz, que vive de matar a otros animales, superior al otro porque es ofensivo y ataca o acecha, además, en movimiento rectilíneo. La diferencia de órganos sensorios hace que difieran en la relación con su contorno natural (advertido o no) y, por consiguiente, en la transformación de este en un Umwelt diferente para cada uno de ellos. En los herbívoros más evolucionados predominan el olfato (el sentido propio de la defensa, según Spengler) y el oído, mientras que en los rapaces es la vista, la mirada capaz de fijarse en un punto, con la que fascinan a la presa.
De allí que los ojos en paralelo del hombre que miran hacia adelante abren su “mundo circundante”, colorido y luminoso, en perspectiva espacial (en afinidad con el “perspectivismo” nietzscheano) de movimientos y objetos. De acuerdo con esta “fisiognómica”, los herbívoros ungulados de ojos laterales no tienen perspectiva y, de ese modo, no pueden dominar con la mirada el Umwelt – mundo perceptual y efectual, a la vez –, hacerse una imagen. El par de ojos frontales de los animales rapaces, y con ellos el hombre, sitúan las cosas respecto del horizonte como un campo de batalla en el que disponen el ataque. El animal rapaz señorea a los herbívoros con su mayor poder y toma al mundo ante su mirada como presa y botín. En última instancia, la civilización humana brota de esta superioridad congénita, del despliegue hacia fuera y hacia adentro de su poderío. El psiquismo humano (o el alma individual) no sería más que la interiorización de ese Umwelt para sí, un mundo opuesto a cualquier otro, una propiedad territorial de su rapacidad.
Spengler considera que la lucha del hombre contra la naturaleza externa no es – en contradicción con el evolucionismo darwinista – una lucha por la vida sino una táctica de poder de su idiosincrasia anímica. La técnica del animal permanece inalterable e impersonal, fijada al instinto de la especie. Por el contrario, la técnica humana no responde a esta porque es invención individual, creación subjetiva de la táctica vital, cuyo revés interior produce la cultura. Este tipo superior de animal rapaz se eleva sobre los demás al conjugar la mirada, la audición y la mano, la cual debió reconfigurar el cuerpo y generarse de súbito. Con esto, de nuevo, Spengler desafía a la teoría darwinista esta vez respecto de la evolución del mono en hombre apelando a la noción de “mutación” del genetista Hugo de Vries, expuesta en Die mutationstheorie (1901-1903), lo que le sirve tanto para explicar la bipedestación y la morfología corporal humana como el surgimiento, a la vez, de la mano y de su extensión, la herramienta. Ambas se configuran la una a la otra de manera sincrónica, a una vez.
El nacimiento del hombre se origina – ahora sí, en el decurso temporal – en esa mutación de la mano-herramienta, en la adquisición del manejo técnico, en la producción reflexiva de armas y en la libertad de elección de estas. Con ello rompe con la determinación de la especie. El hombre, como ningún otro animal rapaz, piensa a través de los ojos y de la mano-herramienta. Del primer modo de pensar deviene la teoría (verdad de la conexión de causa y efecto) y, del segundo, el pensamiento práctico que procede según medios y fines (hechos). El acto de la mano pensante, que crea la cultura humana, se ejerce contra la naturaleza como objeto y medio. Spengler define el carácter anímico humano, por lo tanto, como el de un guerrero solitario que tiene por enemigo a su propio Umwelt, y que sólo por accidente se reúne en la horda primitiva. Enajenado de la naturaleza, el hombre se alza sobre ella con su mano armada artificialmente, como un ser antinatural o no natural que crea su mundo mediante la habilidad técnica, desde el arte (τεχνη, tejné, en griego) del arco hasta el que hace posible las obras artísticas. Pero aquí, para Spengler, comienza la tragedia del hombre, porque la naturaleza es más fuerte que él.
En el relato spengleriano ocurre una nueva mutación entre el quinto y el tercer milenio a. C., cuando se generaliza la agricultura del Oriente Próximo en todo el sur y centro de Europa, la ganadería en Eurasia y aparecen las formaciones urbanas de la Mesopotamia. Este nuevo salto consiste en el acto de la mano pensante según un plan realizado y verificado entre muchos y, en consecuencia, en el origen del lenguaje verbal en función del mutuo acuerdo práctico. A partir de este hablar-hacer de la asociación en común, que incrementa el artificio técnico, se libera la palabra del sometimiento a la acción manual y se constituye la actividad puramente reflexiva y el cálculo. El pensamiento constructivo se inicia, junto a la domesticación de plantas y animales y la esclavitud. También una división social del trabajo en directivo, que piensa, y otro que ejecuta, estableciendo así la técnica fundamental de la rapacidad humana. En base a esto Spengler infiere, aplicando con demasiada simpleza el juego de fuerzas de la voluntad de poder, que existen hombres nacidos para mandar y otros para obedecer en un sentido político y económico.
La empresa en común dirigida por el lenguaje coarta la libertad tanto en los que mandan como en quienes obedecen, promoviendo el pasaje de lo orgánico a la organización, de lo natural a lo artificial, de la horda al pueblo y a la clase, y finalmente al Estado. La guerra impone la ley al vencido, como el derecho del más fuerte, y establece así la paz. Pero la guerra se continúa en la política por otros medios (lo que Foucault llamaría la “hipótesis Nietzsche”), del mismo modo que la índole anímica del animal individual de rapiña se traslada al pueblo organizado y orientado, de acuerdo a su orden interno, hacia la política (el poder) o la economía (el botín). Como sea, las civilizaciones humanas superiores, cuya existencia comienza en el tercer milenio a.C. y no duran más que mil años, representan una férrea jaula para el animal superior que las ha construido por obra de la técnica, la cual no disminuye el trabajo sino cada nueva invención necesita de otra, hasta la última catástrofe.
En la narrativa de Spengler, en el segundo milenio d. C., después de la Edad Media, se configura la cultura “fáustica” europeo-occidental, en línea de continuidad con las grandes culturas urbanas que comienzan en Egipto y Babilonia. La técnica generada por estas, en conformidad con la división en clases y el lujo material y cultural de la ciudad, se caracteriza por el refinamiento y la espiritualidad. Las pirámides egipcias o las zigurat sumerias solo alcanzan un dominio técnico sobre masas pesadas. En la cultura fáustica, en cambio, la lucha humana contra la naturaleza por medio de la técnica ha llegado a su final. Este ciclo, de acuerdo a Spengler, se abre con la época vikinga (entre 789 y 1100) y los primeros frailes (Robert Grosseteste, Roger Bacon, Alberto Magno, Witelo) que en los siglos XIII y XIV investigan el método científico – a los que denomina “vikingos del espíritu” –. Al modo genealógico nietzscheano, constituyen la casta guerrera y sacerdotal que se alzan en la cumbre de toda civilización y que se distinguen entre sí, en este caso, en que una valoriza los hechos y la otra las verdades. La cultura fáustica está atravesada por esta antítesis, en la cual los animales rapaces se rebelan contra el pensamiento puro como nunca antes.
Pero, desde el principio, esta teoría de la naturaleza (que, según Spengler, es un mito subordinado a la religión, como todo pensar teorético) se presenta como una hipótesis de trabajo para hacerse de un botín espiritual, para subyugar las fuerzas del universo físico – el mismo Dios se concibe como una energía infinita – y ponerlas a disposición de los fines del animal rapaz. De allí la exigencia del método matemático y del experimento, el ideal de la máquina de movimiento perpetuo, el sueño fáustico de crear un mundo técnico enteramente humano. Las nuevas exploraciones “vikingas” emprendidas en el siglo XV, el invento de la pólvora y la imprenta, nuevas técnicas, incrementan en poco tiempo la voluntad de poder europeo-occidental. Con el racionalismo (siglos XVII y XVIII) irrumpe una religión materialista de la técnica, la creencia en su progreso eterno al servicio de la humanidad. A partir de entonces no sólo la vida se torna cada vez más artificial sino, a medida que avanza el maquinismo impulsado por fuerzas naturales inorgánicas, crece la tensión y el resentimiento en el interior de la división social del trabajo. En ella los empresarios e inventores (los que mandan) destinan a los operadores de máquinas (los que obedecen) a tareas que ya no consiguen referir al sentido de su propia vida. Se introduce así el aplanamiento de la experiencia en el mundo mecánico.
En Spengler, el trágico ocaso de la cultura fáustica consiste en la insurrección de las máquinas contra su creador, el animal rapaz nórdico. Desde principios del siglo XX, el poderío económico, político y bélico de Europa occidental y Estados Unidos se asienta en la superioridad de la técnica industrial, pero no se miden sus efectos. Si bien el resto de los países sólo se integran como productores de materias primas y consumidores de productos industriales, para Spengler la mecanización del mundo ingresa ya en una fase destructiva de la naturaleza (desertificación, trastornos climáticos, extinción de especies animales) y de otras culturas humanas. La civilización de la máquina, ella misma maquínica, se apresta ahora a caer sobre la naturaleza orgánica. En la contraparte de la mecanización absoluta (un ímpetu espiritual y anímico, pero no vital) hace implosión la inquietud por una vida más natural, el cansancio de las grandes ciudades, el ocultismo, las religiones orientales, la tasa de suicidio, el malestar de las masas.
La cultura fáustica, por igual, perece por la difusión mundial del saber técnico que le permitía monopolizar la industria y fundamentar en ello su poderío. No obstante, Spengler solo entiende esta adopción de la técnica del industrialismo por otras naciones “de color” (incluye a los rusos), como un arma en la lucha contra el predominio europeo-occidental. En sus propios términos, esta unilateralidad de las consecuencias de la técnica no puede darse y, de hecho, no se ha dado. El estadio destructivo de la naturaleza y la nivelación de la experiencia subjetiva suscitada por la mecanización del mundo no se ha limitado a las regiones en que se desplegó por primera vez, sino se ha expandido planetariamente en distintos grados. Esto no quiere decir que los países subalternos no han utilizado la técnica industrial como un arma contra la civilización fáustica. Por el contrario, ha sido una estrategia constante que pocas veces se ha percatado de su doble filo.
III.
En La perfección de la técnica, cuyo objeto es la edad mecánica moderna, también Jünger piensa como Spengler que la técnica no ahorra trabajo ni, por lo tanto, facilita el ocio. Esta creencia, a su juicio, se halla entre las que fundamentan el progreso técnico como si lo uno se siguiera necesariamente de lo otro, cuando no existe ningún nexo intrínseco entre técnica y ocio. Por otra parte, las máquinas aumentan el trabajo manual al aumentar, y en forma constante, la cantidad del mecánico en la totalidad de la organización técnica. En ella, todo está conectado. No hay, por lo tanto, posibilidad alguna que se incremente el trabajo total sin que lo haga también el de la mano – que ha creado las herramientas – donde aquel no se efectúa mecánicamente. Tampoco el progreso técnico engendra riqueza, en el sentido de posesiones materiales, salvo en el grupo social de los industriales y técnicos, quienes no por eso están exentos de perderlas. La técnica de las máquinas realiza una racionalización del trabajo (producción más veloz y más barata, es decir, una economización según el principio input-output) en espejo con una situación de escasez y, en consecuencia, al fundarse sobre este supuesto, está impedida de abolirla. La ratio técnica reproduce la pobreza porque es consustancial a ella.
En realidad, para Jünger, es una ilusión esperar de la organización técnica algo no técnico. Ella crece donde lo no organizado técnicamente decrece y a la inversa. De la misma manera que se regula la caza de ballenas conforme al peligro de la escasez (causado por la técnica), se distribuye la pobreza, con lo cual esta se amplía. La racionalización organizativa del pensamiento técnico, a medida que se expande, no incrementa la riqueza sino la carencia de modo racional, haciéndose así más poderosa y coactiva ante la merma de lo no organizado. Esto implica, su vez, la dilatación de la burocracia administrativa de la organización tecnicista. La racionalización, al aumentar el hambre, acrecienta el consumo que no se confunde con la abundancia, antes bien se relaciona con la indigencia, la necesidad, el trabajo forzado. Las máquinas son ciclopes voraces y entrópicos que gastan más energía que la que engendran, con lo que están imposibilitadas de crear riqueza. Lo único que producen es un consumo permanente, una explotación insaciable de la naturaleza.
Esta voracidad de la mecanización del mundo, desde la época de la máquina a vapor, lleva adelante una devastación de los entes naturales, incluidos los seres humanos. La técnica industrial contamina el agua y el aire, arruina los bosques, mata a los animales y, por eso mismo, requiere que se preserve la naturaleza y se cerque grandes zonas de esta como si fueran museos. La proletarización de las masas en los yacimientos y las fábricas tiene su origen en esa explotación universal de la tierra. El progreso técnico, cuya racionalidad de la escasez también se aplica a la producción de alimentos, ha transformado a estos en dependientes de los procedimientos artificiales. Las máquinas caen también bajo el apetito voraz de la técnica, que consume y da a consumir, ya que luego de un tiempo se vuelven obsoletas, basura. La racionalización, por lo tanto, en vez de crear riqueza, consume la que ya existía y ese modo, al progresar el trabajo racional, aumenta su destrucción. No es que la técnica sirva a la economía sino a la inversa. Esto hace que cada vez más la tecnicidad del trabajo sea más importante que el beneficio económico. Más todavía, el homo faber cree que la naturaleza no reacciona a los métodos técnicos que le impone, cuando lo hace con la misma violencia. Por ello los misterios de Ceres (o Deméter, diosa de la agricultura y la fecundidad) ordenan devolver con sacrificios periódicos aquello que se sustrae a la tierra.
Según Jünger, la perfección a la que aspira la técnica se muestra, ante todo, en el automatismo de las máquinas. En este sentido, progreso técnico significa proliferación de autómatas que producen otros destinados a repetir la producción mecánica y automática. El trabajo humano, luego, se vuelve también mecánico y uniforme, repetible interminablemente como un disco fonográfico. El autómata, desde antiguo, portaría algo siniestro al introducir el movimiento de lo inorgánico en el seno de la vida, como el reloj mecánico, hipostasiado en el modelo cartesiano de los cuerpos vivos. Desde Descartes, que rechaza la teoría aristotélica del influjo físico (systema influxus physici), se escinden el alma y el cuerpo y este se transforma en un autómata. Por igual, la corporalidad de los animales se concibe como un mecanismo de la res extensa, como tal, fácilmente explicable de modo mecánico e imitable con el fin de dominar y expoliar la naturaleza. Descartes y Francis Bacon, coinciden en oponerse a la teleología tomista y en postular el causalismo, que se desarrolla junto con el universo mecánico. El capitalismo, sin más, se resume en la ramificación de las leyes mecánicas a la economía.
Por otra parte, observa Jünger que si en la mecánica galileo-newtoniana el tiempo es un absoluto cósmico que fluye aequabiliter (con igualdad, uniformemente, regularmente), en Kant, en cambio, se da como una representación apriorística de la sensibilidad humana que carece de toda realidad en sí. A pesar de ello, coincide con el mecanicismo de Galileo y Newton al formular un tiempo único y general, infinito e infinitamente divisible, lineal y compuesto de partes cualitativamente semejantes y equivalentes. Como sea, físico o a priori, todos los procedimientos de medición del tiempo (la invención de Huygens del reloj de péndulo, en 1656, se inspiró en las investigaciones de Galileo) se basan en el supuesto de que este fluye aequabiliter. Los relojes miden ese transcurso mecánico, que regularizan a la vez la temporalidad humana, y hacen posible la ciencia natural (comprensión, a su vez, de los mecanismos repetibles de la naturaleza según causa y efecto) y los autómatas. Desde el momento en que los métodos de medición del tiempo ganan en precisión y exactitud se inicia el maquinismo industrial y la técnica moderna misma. Esta es poco más que un reloj que marcha con puntualidad estricta respecto de las fracciones temporales y, por eso, persigue el objetivo de subsumir toda la actividad humana bajo el orden cronométrico.
El tiempo del reloj, en comparación con el humano, donde no hay ningún instante igual a otro, es tiempo muerto, uniforme y mecánico, organizado y racionalizado, mediante el cual se mide su consumo de modo lo más exacto posible. Con el progreso técnico se incrementa la penetración del tiempo muerto en el vivo, hasta desplazarlo, imponiendo ese fenómeno de la falta o pobreza de tiempo del hombre moderno. El sistema industrial reprime el ocio (temporalidad ilimitada) y solo concede, en su lugar, cuotas de tiempo libre y vacaciones en función del mantenimiento de la fuerza de trabajo. La utilización mecánica del tiempo muerto, al acotar o reemplazar al vivo, exige la adaptación a su funcionamiento automático. Esta servidumbre, según Jünger, se percibe claramente en el tránsito automovilístico, a cuyo automatismo deben someterse quienes ingresan con su vehículo. El movimiento giratorio y repetitivo de la rueda, la uniformidad mecánica de su retorno, ya supone tiempo muerto, reloj.
La progresiva mecanización también lleva a la especialización del trabajo. Del mismo modo que la máquina es divisible y desarmable, el trabajo se despedaza en funciones que se suceden mecánicamente sobre una cinta temporal uniforme y vacía, con el correlato de tornar funcional la intervención del obrero. Se pierde así la prolongación de la mano en la herramienta manual y su adecuación al cuerpo. Al especializarse y fraccionarse el trabajo, este se libera del obrero, que pasa a ser una función intercambiable por completo sujeta a la maquinaria y a la organización técnica. La relación laboral contractual, que sucede al derecho corporativo del feudalismo en época de las manufacturas, otorga las condiciones para la expansión del industrialismo y, de esa manera, la expropiación del trabajo del obrero privado de los medios mecánicos de producción. Marx, de acuerdo a Jünger, no aprehende más que la dependencia económica del proletariado, cuando en realidad depende laboralmente por completo de las máquinas fabriles, a las que se encuentra ligado desde su origen. La mecánica industrial crea el obrero.
En el análisis de Jünger, una de las características generales de la técnica es el funcionamiento causal y teleológico a una vez. Con referencia al último, entendido como los medios técnicos adecuados a fines, señala que solamente se puede aplicar con limitaciones ya que no se sabe a qué fin último obedecen los entes naturales o la existencia humana. La adecuación técnica a fines es válida cuando aquellos se refieren a los medios y no a sí mismos en tanto alcanzados, en razón de que solo cuando un fin logrado se vuelve medio para un nuevo fin se hace adecuado como medio (en otras palabras, lo que Horkheimer define como “razón instrumental”). A su vez, esta relación de medios y fines se corresponde en paralelo con la de causas y efectos, la cual influye sobre la primera, y tiene sentido dentro de los límites del proceso técnico y sus productos especializados, pero no más allá. De este funcionamiento causal y teleológico unido proviene la conectividad en red y centralizada a la vez – no jerárquica – de la organización técnica, que en tanto satisface necesidades sociales obliga a depender de ella.
En cualquier caso, el proyecto biotécnico de fundir o conectar la vida orgánica con la mecánica exige abandonar la ley de causalidad de la vieja física. Las relaciones causales, en tanto irreversibles, no son lo suficientemente elásticas en comparación con la función matemática, reversible a gusto. El pensar funcionalista limita los juicios causales a relaciones funcionales o directamente los sustituye por funciones. Para Jünger, estas no componen más que encadenamientos de grados de movimiento que se despliegan en el tiempo muerto del automatismo. El funcionalismo es una doctrina instrumentalista que impulsa el perfeccionamiento de la organización técnica, de tal manera que ella se reduzca a un conjunto de funciones en cuyos intersticios se inserten los seres humanos. El progreso en la mecanización automática del trabajo significa la progresión de un orden funcionalista donde, en última instancia, las máquinas funcionen solas. El funcionalismo apunta, por esto, a un funcionamiento general y, en esa medida, a la contracción del hombre a un sistema de funciones. A través de esta funcionalidad técnica se expresa una voluntad de poder que quiere dominar y explotar la naturaleza, según un nuevo método más racional para doblegarla y consumirla.
Esto quiere decir: se persigue la conversión en productos técnicos de todos los medicamentos y de la alimentación humana de origen natural y, donde no es posible, se los envasa y uniforma de modo técnico-publicitario (o sea, el actual packaging de la mercadotecnia). Desde la invención de la margarina en 1869, por encargo de Napoleón III al químico Hippolyte Mège-Mouriés para que encontrara un sucedáneo más económico de la manteca, se viene implantado en la alimentación (y Jünger lo anota en 1939) una serie de falsificaciones y simulacros sintéticos de elementos naturales, legal o ilegalmente. En consecuencia, los alimentos se estandarizan siguiendo el mismo criterio con el que se fabrican repuestos de máquinas y conforme al cálculo – tablas de nutrición y calorías – del porcentaje mínimo para la subsistencia del organismo humano. El progreso técnico, en una palabra, disminuye las posibilidades de una alimentación natural.
El homo technicus ya no siente el antiguo temor ante la violentación de la naturaleza. La mecanización se dirige fundamentalmente a herirla y explotarla de manera artificial y constante, pero las fuerzas elementales, como parte del mismo proceso técnico, también se expanden por todo el mundo mecánico. El orden industrial, en Jünger, evoca al taller de Vulcano (o Hefesto, dios del fuego, los volcanes y los metales) y los fenómenos de las erupciones volcánicas: ceniza, chispas, humo, gases, nubes nocturnas que resplandecen. Las fuerzas ctónicas puestas en movimiento por las máquinas transitan aprisionadas por la cañerías, las ruedas, los hornos, los cables. Los ruidos que emiten provienen de su resistencia al tiempo muerto del automatismo y, en ese sentido, hay que tenerlos por signos demoníacos, igual que a la luz fría de las lámparas de mercurio y de neón que iluminan de noche las ciudades. La dimensión de lo demoníaco (del griego daimon) es abierta por la técnica, en una regresión hacia lo telúrico, al someter a las fuerzas elementales de la naturaleza que así se vuelven contra los hombres.
El carácter titánico de la mecanización del mundo no solo evoca a Vulcano sino también a bestias gigantes y, a nivel de la exactitud del trabajo masificado, a insectos. Allí, el accidente laboral – inevitable e involuntario – sobreviene cuando el obrero se distrae del mecanismo que manipula y, por un momento, la fuerza elemental subyugada se libera y se venga destruyendo al operador y la máquina. La necesidad de seguridad crece con la perfección de la técnica, una edad saturnina que devora a sus propios hijos. En la interpretación de Jünger, el juicio del mito del titán Prometeo es desfavorable sobre el destino del homo faber, porque el fuego que roba para donarlo a los hombres tiene un origen solar. Lo que castigan los dioses es la profanación y servidumbre de Helios (el Sol), lo cual indica el peligro que amenaza a la técnica humana que somete a las fuerzas elementales. Las divinidades olímpicas, que han vencido a los titanes en la regencia del mundo, desprecian la aspiración titánica de Vulcano (un dios contrahecho) y combaten lo titánico de la técnica. En Jünger, la mecanización del mundo no puede continuar sin fin debido al agotamiento de las existencias que consume, entre ellas el mismo hombre. El progreso de la mecánica está condicionado, y eso marca su límite, por la respuesta destructiva de las fuerzas elementales que explota y que se revierten en contra. En cuanto la tecnicidad depende de lo no organizado que gradualmente consume, por la misma razón es incapaz de neutralizar la relación inexorable entre progresión mecánica y retorno violento de las fuerzas de la naturaleza exterior que oprime.
En todo caso, si esta ecuación de Jünger, derivada de una mística pagana, donde la técnica devasta la tierra y libera entes demoníacos, resulta reprochable por su falta de rigor metodológico – al menos para cierto paradigma del pensamiento –, su efecto de verdad – lo que importa – supera ese defecto. Más hoy, cuando las secuelas depredatorias de la edad mecánica se hacen cada vez más evidentes. Al punto que La perfección de la técnica, en gran parte, se ha vuelto prácticamente un truismo (y no cualquiera). Como en Spengler, en ella el desciframiento de la técnica se lleva a cabo a través de la noción de voluntad de poder, con una diferencia: Jünger la identifica con la mecanización moderna del mundo y no con la vida en general. Por esto logra despejar, en un segmento particularmente significativo del análisis, la mediación funcional del obrero en el automatismo del trabajo, con lo que se disuelve la continuación de la mano en la herramienta manual. Aquí la concepción de Kapp de la técnica como prolongación del cuerpo humano quizá llega al umbral de su fin y, también, a su inversión. Cuando McLuhan divise que con las técnicas electromagnéticas aquello que se extiende es el cerebro como servomecanismo – la última extensión posible de órgano –, un nuevo funcionalismo ya habrá dado comienzo.
Bibliografía
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Publicado en revista Horizontes filosóficos, n° 6, diciembre de 2016. Centro de Estudios en Filosofía de las Ciencias y Hermenéutica Filosófica, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue.