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Obituario para Jean Baudrillard

Esta nota la escribí con motivo de la muerte de Jean Baudrillard, ocurrida el 6 de marzo de 2007, a pedido de Maxi Tomas, por entonces editor del suplemento de cultura del Diario Perfil. Fue escrita contra reloj del cierre de la sección, en muy poco tiempo. Pese a ello, considero que tiene cierto valor didáctico.

BAUDRILLARD Y EL SIMULACRO DEL MUNDO

RUBÉN H. RÍOS

Conocí personalmente a Jean Baudrillard en 1987, cuando visitó por primera vez Buenos Aires invitado por el Club de Pensamiento que componían – entre otros – Luis Jalfen, Jorge Bolívar, Jorge Romero Brest y Enrique Valiente Noilles, quienes cultivaron con el tiempo cierta amistad con Baudrillard que incluía tanto la filosofía posmetafísica como suculentos asados y zambullidas en el tanque australiano de una chacra de la provincia. Al parecer, a Baudrillard le gustaban mucho las achuras y el vino argentino, chapotear en el tanque australiano sólo cubierto de un mínimo slip. En general, en esa época se mostraba muy curioso respecto de las dictaduras militares argentinas, por el peronismo, y, como amaba los desiertos, le fascinaba el paisaje patagónico. Era común, en las largas sobremesas que compartía con amigos, que encendiera un cigarrillo tras otro y, a veces, con la colilla del que terminaba de fumar.

Pero en 1987 todavía la llamada “posmodernidad” era una palabra que sonaba extraña a los oídos de amplios sectores de la cultura argentina y, además, Baudrillard no gozaba de la masividad que posteriormente adquirió, y no sólo en el país. Tanto es así que la entrevista que le realicé, en un hotel de Avenida de Mayo (el Castelar), para el semanario El Periodista no fue publicada porque la dirección juzgó que su pensamiento no tenía suficiente valor. Finalmente la entrevista apareció en la revista Cerdos & Peces, dirigida por Enrique Symms, un medio de circulación marginal, algo inimaginable con relación a la notoriedad pública que ganaría Baudrillard en los ’90, quizá de modo creciente a partir del derrumbe de la URSS, durante los cuales dictó varias conferencias en la Argentina, mientras se convertía en una suerte de escritor de best-sellers posmodernos prácticamente “obligado” – como decía él – a escribir un libro por año.

Ahora que Baudrillard ha muerto en París, a los 77 años, su obra se cierra sobre sí misma y permite que nos aproximemos a ella con la suntuosidad y el lustre que otorga la muerte a un pensador. Ya se sabe que, como le decía Sartre a Merleau-Ponty: hasta que un filósofo no se muere no es considerado un filósofo. Seguramente Baudrillard no se sentía cómodo en esa envestidura, que Nietzsche identificaba con la figura abominable del “sacerdote” o Heidegger con la metafísica, y prefería autodenominarse como pensador antes que filósofo o, incluso, simplemente como un escritor. Sin embargo, Baudrillard ha dejado una obra filosófica que no se agota con los libros y textos publicados en los ’90, muchos de ellos sólo unas rápidas reelaboraciones y reformulaciones de un pensamiento que ya estaba conformado en gran medida en los ‘80, cuando visitó Buenos Aires por primera vez. En realidad, el éxito comercial de Baudrillard (como suele suceder) empaña lo mejor de su producción teórica que se encuentra menos en los ’90 que en sus primeros trabajos, algunos de los cuales toman como objeto de estudio y critica al marxismo. De fondo, quizás, este rasgo fue el que le valió la ubicación inmediata en la corriente “posmarxista” y, después, en la “posmoderna”, como si lo primero definiera a lo segundo.

No obstante, cualquiera que lea El espejo de la producción, escrito a principio de los ’70, no se enfrenta a posiciones antimarxistas sino a una crítica radical al principio de la producción que, según Baudrillard, rige por igual a la economía política liberal y al marxismo. Este texto, ya lejano, resulta clave si se quiere comprender los supuestos desde los cuales Baudrillard ensaya una destrucción del principio de la producción, lo que en sus términos equivale a desactivar los fundamentos de la cultura moderna. Para él, la autonomía de lo económico como esfera de la racionalidad social es común al capitalismo y al marxismo, que interpreta la historia entera como modos de producción. Siempre se trataría del trabajo, de producir, y nunca de intercambio simbólico, de “seducción”, salvo en las comunidades arcaicas o primitivas. Por eso el marxismo fallaría al canalizar las rebeliones contra el sistema capitalista en las coordenadas de las contradicciones económicas, ya que el capitalismo se esfuerza – conforme al principio productivo que lo domina– por mantener el conflicto social dentro de ellas. De modo que Baudrillard propicia una revolución “cultural” y no ya económico- política.

En un libro de este período, El intercambio simbólico y la muerte, Baudrillard amplía estos conceptos hasta generalizarlos al universo moderno como tal, desde el psicoanálisis a la moda, del trabajo a la ciencia, desde el cuerpo a Dios, y donde ya se proponen esas ideas que contribuyen a su fama mundial y que no son más que una vulgata de su pensamiento; es decir, “hiperrreal” y “simulacro”. De alguna manera, la máquina crítica de Baudrillard funciona en este texto con una eficacia demoledora a partir de describir a la modernidad en su conjunto como una producción de sentido contra la muerte. Desde luego, no hay en esto referencia biológica alguna al hecho de morir, sino más bien al enigma de la muerte, a su exterioridad absoluta, a ese punto de fuga en el horizonte de la vida, a ese agujero en la existencia, que sólo se recubre simbólicamente. La sociedad moderna, capturada y obturada bajo el principio de producción (sobre todo, de producción de lo real), carecería de intercambio simbólico al expulsar a la muerte de la vida. En palabras de Baudrillard: “ya no es normal estar muerto”. El poder, en todo sentido, sería la administración de la muerte según operaciones de cálculo y de valor, el uso represivo y sublimado de la muerte para fines productivos. Para los primitivos, en cambio, morir no implicaría más que retirarse del ciclo de los intercambios simbólicos que funda la muerte.

En perspectiva, El intercambio simbólico y la muerte, representa quizá la obra magna de Baudrillard puesto que en ella se encuentran los principios y los conceptos básicos de su pensamiento: el principio de la producción como un idealismo, el simulacro de lo real (lo “hiperreal”), el intercambio simbólico, la seducción, el principio enigmático del mundo (la muerte), la expulsión del mal. Agregando esto y aquello, quitando aquí y allá, ajustando, corrigiendo y volviendo a pensar lo ya pensado en estos ensayos – ardorosos, provocadores, irónicos, crueles, complejos –, Baudrillard irá conformando una especie de filosofía nihilista acerca de la experiencia contemporánea del mundo y en el cual, poco a poco a veces y otras en forma precipitada, se ponen en entredicho o sencillamente se liquidan todos los modelos metafísicos y racionales, todos los axiomas y principios de realidad, todos los grandes sistemas de sentido de la cultura occidental. Este trayecto, si bien con altibajos, llega hasta principios de los ’90 con La transparencia del mal, una colección de escritos dispares donde Baudrillard retoma el motivo de la expulsión del Mal del mundo para que sólo reine el Bien, y donde la muerte es nada más que un ejemplo de esta moral perfeccionista, la cual conduciría al desequilibrio de los procesos vitales y finalmente a la catástrofe por su afán de borrar el Mal del mundo.

En cuanto estrictamente al concepto de “hiperreal”, el cual Baudrillard ha aplicado a la totalidad del mundo contemporáneo con aliento diabólico, ya estaba elaborado a fines de los ’70 en La precesión de los simulacros, brillante texto que se inspira en un breve relato de Borges, “Del rigor de la ciencia”, y que se extiende luego a diversos campos como la pornografía, el clon, la realidad virtual, etc. En pocas palabras, así como los cartógrafos imperiales del cuento de Borges trazan un mapa tan detallado del Imperio que lo recubre totalmente y no se diferencia del territorio, los modelos de lo real se han superpuesto al mundo simulando que tienen (como el que se hace el enfermo) lo que no tienen: lo real. El hiperreal es esa construcción, generada modélicamente, que se muestra más real que lo real mismo (en el sexo: el porno) y que se anticipa, forzándolo a coincidir con el modelo, a todo acontecimiento. En el extremo, y esto es lo que sucede para Baudrillard en la posmodernidad, se sustituye a lo real por los signos de lo real, disuadiéndolo de cualquier emergencia que no sea en un doble operativo. El colmo de esta simulación sería la miniaturización genética, la cual nos hacer creer que un clon es humano y no un simulacro obtenido por medio de modelos físico-matemáticos. De ahí que lo real no se produzca más, se extinga bajo el mapa de los simulacros que impiden toda distinción entre ellos y lo imaginario, entre ellos y lo real.

A esta tesis el Baudrillard de los ’90 la exprimirá con verdadero fervor, haciendo de la sociedad posmoderna un conjunto de hiperreales sin origen ni realidad que orbitan en el vacío de lo real, pues éste ya no existiría de ninguna manera, como queda establecido en El crimen perfecto publicado en 1995 o, más adelante, en Pantalla total. Se trata, sin duda, de una de las figuras de Baudrillard más difundidas en los medios de comunicación. No lo ha sido tanto, posiblemente por el desencanto que provoca respecto de las problemáticas sociales, el terrorismo como simulacro político, pues para Baudrillard ya no hay política a consecuencia de la oclusión de los acontecimientos por los modelos de lo real, sino una “transpolítica” que trastoca la máxima de Clausewitz: la guerra terrorista es el medio de la ausencia de política. En gran parte, el sustento de esta evaluación de Baudrillard se halla en un análisis realizado a finales de los ’70 en A la sombra de las mayorías silenciosas, donde como un Lenin tardío y escéptico comprueba que las masas han renunciado a la política para abrazar el “hiperconformismo”, favoreciendo la implosión (no la explosión) de lo social en una opacidad neutra que devora toda la producción moderna de ideologías emancipatorias. El terrorismo, en todo caso, constituye el índice más dramático de esa “transpolítica” que Baudrillard nunca dejó a denunciar a su modo.

El juego combativo de Baudrillard, sin embargo, tiene su condición de posibilidad en la diferencia entre los principios de producción y de intercambio simbólico o seducción. Este es un principio que, tomado superficialmente, se parece demasiado al de simulacro, ya que ninguno de los dos se refiere a lo real. Pero mientras los simulacros simulan lo real, la seducción pertenece por completo a la ilusión, al artificio y al símbolo. En De la seducción, uno de sus libros mejor apreciados, Baudrillard desarrolla una fructífera teoría sobre la seducción centralmente dirigida a cuestionar la lógica productiva de la sexualidad y el deseo, pero (lo que ya se esbozaba en El intercambio simbólico y la muerte) que se transforma por sucesivos desplazamientos en una doctrina sobre el “ser”. En ésta, es el secreto del mundo, del origen de lo real mismo, lo que hace del mundo una ilusión radical, un artificio, un tejido simbólico, una radiación seductora. Por consiguiente, el principio de producción, que no soporta el enigma insoluble de lo real, inevitablemente produce hiperrealidades.

La seducción configura una genuina creación conceptual de Baudrillard y, en general, señala la entrada de procesos simbólicos en el seno de sistemas de sentido, fuertemente racionalizados, como para él era el mundo “posmoderno”. La seducción despliega por doquier las apariencias, el maquillaje (Baudelaire), la gratuidad ( Kierkegaard), la ilusión, el símbolo, el mito, en desafío al orden de la producción (del trabajo, diría Bataille) para revertirlo. Como piensa Baudrillard, hay una total incompatibilidad entre un sistema que niega la muerte y el enigma del mundo, absorto en la productividad económica y científica, obsesionado por producir lo real (bajo cualquiera de sus formas), y la máscara de la seducción que no quiere nada más que seducir e intercambiar esa seducción. El poder, según esto, no se deja seducir, aunque seduce, pero en ese acto de seducir sin ser seducido se interrumpe el ciclo reversible de la seducción, ya que seducir conlleva ser seducido. El orden de la economía política, y sus espejos, para Baudrillard, en tanto responde al principio de la producción, carece de reversibilidad, es decir, no admite la seducción, el intercambio simbólico.

El pensamiento de Baudrillard supone cierto nihilismo al no pronunciarse acerca del fundamento del mundo sino como un secreto irreductible. En última instancia, por vías heterodoxas y con talento sociológico, consuma eso que Nietzsche se proponía: un platonismo invertido. Desfondada la realidad profunda de lo real, quedan los objetos como meras ilusiones, apariencias, que se relacionan y nos relacionan por seducciones fatales (no hay, por supuesto, causa y efecto, sino “contagio”), de un mundo que sólo nos muestra el lado enmascarado de su secreto inviolable.

En definitiva, todo sucede como si este hijo único de campesinos analfabetos, sin formación académica, que en la Argentina se sentía más atraído por la barbarie que por la civilización, llevara adelante una refinada venganza contra los cimientos filosóficos de la cultura moderna, hasta hundirla en la irrealidad. Como intelectual fue un outsider, un solitario que se enfrentó a Foucault y a Deleuze sin mucha suerte, un filólogo que se disfrazaba de sociólogo, un pensador que prefería el esplendor vacuo de la palabra a la frialdad del concepto, un “posmoderno” que odiaba el posmodernismo y la posmodernidad. Ahora que Baudrillard ha muerto la simulación del mundo, por fin, ya no lo alcanza.

Publicado el 11 de marzo de 2007 como nota de tapa del suplemento de cultura del Diario Perfil, con el título "El filósofo de Matrix".

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