Sobre “Políticas y estrategias de la subjetividad” de León Rozitchner.
TERROR Y PENSAMIENTO EN LEÓN ROZITCHNER
Por Rubén H. Ríos
Si existe un rasgo clásico del marxismo – aunque reformado – en el pensamiento de León, ese es el concepto de la guerra como fundamento de la política. De allí la influencia de ciertas categorías de Vom Kriege de Clausewitz, cuya recepción en la tradición marxista empieza con Marx y Engels, y quizá más todavía de la reformulación que realiza Lenin de la conocida tesis clausewitziana – la guerra es la prolongación de la política por otros medios –, citada por primera vez en el folleto “El socialismo y la guerra” (1915). En efecto, en la concepción leninista el sujeto de la guerra no es sólo el Estado sino también las clases sociales; de modo que la guerra consiste más bien en la continuación de la política de una clase por medio de la violencia. La guerra como fundamento de la política asume, en León, cierta forma por la cual un grupo social (y sus aliados y subalternos, como sea, una minoría) domina a los otros (la mayoría) y, a la vez, estos resisten (cuando lo hacen) e intentan limitar o abolir esa dominación que tiene por objetivo (en tanto guerra, según Clausewitz) el doblegamiento de la voluntad del enemigo. No hay aquí simplemente una disociación entre guerra y política, donde la primera ejerce una violencia que la segunda excluye. La guerra como fundamento de la política significa aquí que tanto prolonga una política de minorías de filiación capitalista mediante la violencia como lo inverso, es decir, la política también comprende la prolongación belicosa de la guerra de una mayoría – anticapitalista o no capitalista – por otros medios.
De eso trata “Políticas y estrategias de la subjetividad”, publicado completo en El terror y la gracia (2003) y parcialmente en Página 12 en marzo de 1999. En ese texto, León describe a la democracia argentina como una tregua política donde, en consecuencia, se extiende por otros medios (y son varios) el terror que le antecede históricamente y que, debido a los efectos pacificadores de esa violencia, permite la nueva emergencia de las instituciones democráticas. Sólo en apariencia, se sigue de ello, esta democracia ha neutralizado el estado de guerra anterior bajo un contrato social, en conformidad con la doctrina iusnaturalista. La violencia permanece en la misma democracia representativa (que ya Rousseau juzgaba contraria a la soberanía del pueblo), ya que en ésta la voluntad de la mayoría está limitada al voto, se diría, como en un multiple-choice test. La separación entre guerra y política (de otro modo: entre dictadura y democracia) traduce la escisión en la conciencia de los sujetos producida por el terror y reproduce el corte metafísico entre espíritu y materia (o alma y cuerpo), desde el momento que la democracia parece oponerse como lo espiritual a la materialidad armada de la dictadura. En ese sentido, el modelo jurídico iusnaturalista es el reverso de la guerra como fundamento de la política, porque según aquel todo conflicto se dirime según las leyes de modo pacífico.
Por el contrario, en el pensamiento de León, la violencia cierra los límites de la democracia e implanta las condiciones de la paz jurídica. El terror militar constituye, por lo tanto, el medio violento al que recurre la política de la minoría dominante para imponer los dispositivos económicos capitalistas sobre la resistencia de las mayorías apoyada en la misma democracia. En otras palabras, el límite de ésta es el poder del capital o, si se quiere, el ordo del capitalismo. La guerra como fundamento de la política descubre la violencia que abre la posibilidad de la democracia como una tregua y, en consecuencia, su clausura por medios violentos. Estos se mantienen, disimulados, como amenaza o intimidación en la apertura democrática por obra del terror que reprime, en cada ciudadano, las pulsiones colectivas de la resistencia. Cuando estas resurgen, en el interior de la democracia, el terror también lo hace como su doble destructor. No hay que olvidarse de ello, señala León. El campo político democrático no es más que el resultado de la eficacia de la violencia, de la neutralización de la resistencia que vuelve superfluo dar la muerte. Por eso mismo, el terror debe permanecer como una sombra amenazante en esa tregua de la democracia.
Pero hay algo más decisivo para esta lógica de la guerra como fundamento de la política: el terror penetra en los cuerpos (todo poder lo hace, dice Foucault) y realiza una operación de corte sobre ellos que restringe la conciencia y, por consiguiente, el pensamiento. Para León, el terror se introduce en los cuerpos y, al contraer el pensar consciente, se hace inconsciente. En adelante, el pensamiento piensa condicionado por la angustia de muerte que impone el terror como su marca fehaciente y oscura en lo más profundo de cada uno. Según esto, ya no es posible pensar (tampoco ni imaginar ni sentir) más allá del límite trazado por la amenaza de muerte como una barrera que prohíbe franquearlo o, lo que equivale a lo mismo, transgredirlo supone enfrentarse al vestigio de espanto dejado por el terror. En tanto inconsciente, lo afectivo también está contenido por el mismo límite de interdicción, el cual no sólo consiente algunos afectos sino promete la angustia (y mortífera) para otros. Necesariamente, si la huella corporal del terror limita el pensamiento consciente, toda ampliación de lo pensable debe sostenerse a priori en una afectividad aterrorizada. Por eso, ¿es posible pensar el terror?
El texto ya mencionado, ofrece algunos elementos para responder a esta pregunta. En primer lugar, la misma tregua implica que hay dos poderes, uno dominante pero el otro en posición (al menos, virtual) de resistencia. Esta relación belicosa que se desenvuelve en la democracia, es pensada por León a través de los conceptos de Clausewitz de guerra ofensiva y defensiva (las dos formas de hacer la guerra, aunque sólo estalla ésta si hay una fuerza que se defiende). El bloque dominante (en el caso del escrito, el neoliberalismo) es más fuerte en la ofensiva, ya que de este procede la violencia sobre la que funda su dominio, mientras el otro poder, el de las mayorías, sólo puede serlo a la defensiva. Ese carácter de contra-violencia de las fuerzas populares (reactivas, por lo tanto) demuestra que sólo se vuelven más poderosas en la defensiva, lo que comporta una resistencia activa. En consecuencia, claro está, eso mismo tiene que suceder con el pensamiento angustiado de muerte y limitado por efecto del terror: sólo se haría fuerte a la defensiva. Si la democracia, como tregua política, delimita un nuevo campo de continuación de la guerra por otros medios, en ella el pensamiento tiene que ejercer una contra-violencia diferente de la del poder popular, ante todo porque la única chance que tiene para desplazar los límites que le asigna el terror interiorizado es pensarlo.
Pero si bien, respecto del terror en general, el pensamiento (como la resistencia del pueblo) no puede hacer más que ponerse a la defensiva, no es fácil hacerlo. Simplemente porque para pensar aquello vedado a lo pensable, se debe hacer la experiencia afectiva del terror que, por definición, aterroriza. Apunta León que el terror negado – precisamente por eso: por terrorífico –, inscripto en lo inconsciente, socava y anonada la subjetividad. Más aún, recorre la tregua política a través de diversas modalidades (terror por la muerte en la religión y en la represión armada, terror por la quiebra o la pobreza en la economía, terror por la angustia de muerte en el pensamiento) y obliga, en consecuencia, a negarlo en protección de la propia vida cotidiana. La paz es una ilusión imprescindible para preservarnos de la amenaza constante del terror. Por lo que pensar contra el terror, ejecutar esa contra-violencia sobre su marca espectral, de por sí angustiante – una angustia de muerte –, se hace todavía más difícil (sino imposible) cuando el poder popular se disuelve bajo la denegación de los límites de la democracia política fijados por la amenaza del terror. ¿Es que entonces el pensamiento debe luchar en soledad o, más bien, contribuir a la emergencia de las condiciones de posibilidad de una resistencia colectiva? ¿En cualquier caso, cómo desplazar los márgenes de ese cerco tendido por el terror?
En el escrito citado, León define a la violencia como cualquier forma social que persigue el dominio de la voluntad del otro por cualquier medio (por ejemplo, la economía de mercado). Esta definición se corresponde con el enunciado de Clausewitz acerca del objetivo de la guerra, es decir, el doblegamiento de la voluntad del enemigo (no el exterminio). Luego, si lo que está en juego en la guerra como fundamento de la política es la alianza de unas voluntades contra otras, ponerse a la defensiva exige la resistencia consciente de la voluntad para no claudicar ante el hostigamiento que pretende dominarla. Necesariamente esto vale tanto para el poder colectivo como para el pensamiento, solo que en este último esa fuerza volitiva que resiste lo hace, ante todo, frente a las marcas internalizadas de la violencia que le pone límites. Por ello mismo, y a la inversa, en la medida que el dominio de la voluntad se logra más que nada por medio de una operación subjetiva, una posibilidad para pensar el terror a la defensiva (retrocediendo, si se quiere) consiste en girar hacia los medios – la racionalidad técnica – a través de los cuales se consiguió esa internalización.
La figura que afronta León, en esta “estrategia de aproximación indirecta” al campo del terror, es la del “desaparecido” como trasfondo de la democracia argentina. Como tal, no caracteriza una técnica terrorista cualquiera, sino pertenece al terrorismo de Estado y se halla en conformidad, dada la aniquilación total de las víctimas, con la abstracción extrema del capitalismo financiero mundial. La técnica de desaparición de personas, según esto, supone un recurso belicoso nuevo – caducados los métodos persuasivos ante la resistencia popular – para el dominio de la voluntad de la población y el sometimiento de los sujetos al ordenamiento capitalista globalizado. Mediante el “desaparecido” se internaliza un control subjetivo que tiene como efecto, entre otros, la desaparición del sujeto político (aun en la tregua de la democracia) e, incluso, de la subjetividad propia y singular, bajo el modelo social del mercado. Esta internalización, sin embargo, la realiza el mismo sujeto que incorpora el terror aterrorizándose a sí mismo mediante la representación obligada del “desaparecido”, desde el momento en que éste carece de toda existencia, de todo ser.
León dice que cuando Videla afirma que “no tienen entidad, no están vivos, no están muertos: no están, no son” plantea una existencia imaginaria de los desaparecidos en donde estos no existen, en la que son nada, y de ese modo, propone algo impensable. Por lo tanto, para pensarlo se requiere antes llenar ese vacío, ese absurdo, con un contenido subjetivo propio que lo haga aparecer vivo y, después, experimentando el halo de espanto que lo envuelve, hacerlo desaparecer nuevamente. El acto reproduce y complementa, en el mismo cuerpo del que hace esa experiencia sensible (León, desde ya), el mecanismo aterrorizante que se oculta en la presencia fantasmal del “desaparecido” y por el cual se consigue, por medio de la participación del sujeto, un vaciamiento del sí mismo en sí mismo. La internalización del terror no sólo implica este anonadamiento de la subjetividad sino, además, para huir del peligro de muerte sentido al deshacer esa conversión imaginaria en “desaparecido”, la identificación con el asesino. En otras palabras, la seguridad de la propia vida sólo se alcanza al precio de establecer una alianza con el represor, una complicidad acobardada que justifica el terror.
Esa representación aterradora a que nos obliga la técnica de desaparición de personas, a juicio de León, obstruye el pensamiento. Con el “desaparecido” como figura ocluida de significación política se realiza una escisión entre lo imaginario de la muerte temida, que perdura inconsciente aún sin amenaza directa, y la racionalidad del sistema de poder, en la esfera de la conciencia, que descansa en esa existencia fantasmal mimetizada con la propia subjetividad. Este corte entre lo imaginario y lo racional, que impide registrar la relación que los une, se impone como represión interiorizada y, en consecuencia, organiza los límites del pensamiento y de la afectividad de acuerdo a un principio de muerte. En ese sentido la figura del “desaparecido” es el trasfondo de la democracia argentina y, más aun, de todo intento de pensar contra el terror, de ejecutar una contra-violencia sobre su marca espectral. La política de derechos humanos de los últimos años ha contribuido a disminuir esa separación entre lo imaginario y lo racional, pero no la ha eliminado. En términos de la guerra como fundamento de la política – se diría, en términos rozitchnerianos – la violencia que quiere dominar la voluntad de la población atraviesa la tregua política de muchas maneras, y una de las cuales (y quizá no la menor) hace que todavía no nos atrevamos a pensar más allá de lo que el terror ha convertido en maldito.
Exposición en la Primera jornada de la Cátedra Rozitchner: “Aportes del pensamiento de León Rozitchner a las Ciencias Sociales”, realizada el 15 de octubre de 2015 en la sede Constitución de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Publicado en Página 12 el 29 de octubre del mismo año.